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Desde la ciudad invisible

Columnas de Opinión
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Sentada en la puerta de su casa desde muy temprano, responde los buenos días a las personas que pasan para el trabajo o para la tienda de la esquina o para el puesto de fritos: Buenos días… Buenos días.

Permanece cruzada de piernas tamborileando con la mano derecha sobre una rodilla como un mecanismo de reloj marcando el tiempo que para ella, después de haber comido el pan mojado en café tinto, pasa igual que esas personas frente a su casa: para cualquier parte que a ella no le causa ninguna inquietud.

Es una anciana mayor de ochenta, siempre con sus entrecanos bien peinados, pegados al cráneo y recogidos atrás con una moña de cualquier tira de trapo.

Su casa tiene una base inferior en ladrillo y cemento y el resto se erige en tablas de madera, rematada en un techo de dos aguas en láminas de cinc.

Una espontánea sonrisa acompaña su saludo de buenos días, mientras sus ojos mantienen una expresión distante, pero no triste. Es una entre las tantas personas que la historia de los académicos historiadores nunca conocerá, pues la concepción que ellos manejan no comprende en sus esquemas ese aspecto de la población; a lo sumo considerada como marginal.

Entre esos pliegues de la historia está también la paisa aquella, la de ojitos grises, vendiendo café tinto sentada en un elevado bordillo del andén, viendo pasar gente en espera de alguien que se acerque y le componga el día o simplemente le compre un café y le deje los vueltos: Gracias… mi dios le pague, dice ella con todo el peso de la frialdad en esas palabras de agradecimiento.

En el bordillo de una jardinera sobre un andén en la Avenida Hernández Pardo se mantiene un hombre que no sé si definir como maduro o como anciano, de piel morena oscura, amarillosa, con una capa de tiempo y suciedad sobre el rostro, cabello rebujado, chivera oriental de pocos pelos largos, con ojos pequeños que ve todo lo que hacia él llega pero no mira nada ni a nadie. No pide. Está ahí recostado a un árbol, en un extraño mundo de silencio y de quietud que ni el estridente ruido de motos y busetas con sus pitos alocados altera.

Son apenas algunos de los pobladores de esa ciudad invisible de que hablan mis contertulios. Como ciudad, de todas maneras, tiene su estratificación. Así como hay gente que está bajo el amparo de sus familiares, otros dependen de la generosidad de los demás y algunos más comercian alguna cosa, y los hay también que trabajan y producen para el sustento de sus familias, con ingresos que les permiten llevar un nivel de vida relativamente cómodo, por no decir confortable, y logran sacar adelante a sus hijos en el colegio y la universidad. Pero siguen siendo habitantes de la ciudad invisible.

Esa es gente luchadora, se mantiene embojotada a brazo partido con la vida.

Es extraño encontrar en ellos rostros de amargura o de resentimiento, mucho menos depresión o angustia. Son ellos mayoría y viven con la placidez de las aguas mansas, al margen sí de la otra ciudad. Algunos practican un arte, pintan, escriben poemas o tocan algún instrumento.

No son almas benditas, y tienen sueños, expectativas y añoranzas. La vida los ha curtido y les ha enseñado que el sufrir y el quejarse no les hace más liviana la existencia. No están concentrados en determinado barrio, viven en todos los punto de la urbe, no es gente extraña ni nada parecido, es gente anónima que muchos no ven pero está ahí, palpita y se hace sentir cuando es menester.



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