Libros mortales

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



En la Edad Media era frecuente que algunos personajes notables murieran sin causa aparente. En ocasiones, el proceso era insidioso y lento; a veces, la defunción se producía súbitamente en medio de brutales tormentos. Ser importante, adinerado o incómodo políticamente era un evidente factor de riesgo. Muy al principio, los demonios eran señalados de malignos sortilegios; las hechiceras, responsabilizadas de embrujos mortales. Unos cuantos individuos, autores y cómplices, sí sabían qué ocurría. Acuciosos observadores empezaron a encontrar similitudes en los casos; así, se evidenció el uso de tósigos mortales. Ahora se podía establecer al envenenamiento como causa cierta. El problema entonces era conocer el brebaje y el autor; incluso, el motivo en ciertas circunstancias era sabido a posteriori. Así, personalidades como Alejandro Magno, el papa Alejandro VI (Roderic Borgia, víctima de su propio método al beber la copa del cardenal da Cornetto), la reina Boudica y Juan I de Inglaterra abandonaron el mundo por cuenta de los venenos. Tiempos después, Mozart, Napoleón Bonaparte y Marilyn Monroe tendrían destinos parecidos. Sócrates y Séneca fueron víctimas de la cicuta, el mortal brebaje griego. Las setas venenosas, el plomo y otras sustancias cobraron víctimas; el emperador Claudio, el papa Clemente VII, Carlos Vi de Sacro Imperio Romano Germánico y el mismo Buda fallecieron por hongos mortíferos. La lista de envenenados es interminable.

En aquellos tiempos, la imposibilidad para detectar los tósigos jugaba en favor del victimario: por eso, las ponzoñas fueron llamadas “las armas del cobarde”. La saga de Los Reyes Malditos relata un episodio de envenenamiento por vapores mercuriales y compuestos cianhídricos procedentes de la combustión de una vela destinada a la lectura nocturna, algo además bastante usado. Por cierto, el término “quemarse las pestañas” se origina en aquella costumbre de leer en las noches con la luz de las velas. Las candelas actuales, hechas de diversos compuestos, ofrecen un potencial tóxico, según advierten las autoridades sanitarias. Cualquier sustancia, agua u oxígeno inclusive, puede ser tóxica. De hecho, los medicamentos son tan benéficos como perjudiciales según su dosis, al decir de Paracelso. Los anestésicos deber dosificarse con precisión y exactitud. La atropina y la escopolamina surgen de plantas solanáceas, de la misma familia del tabaco, la papa o el tomate. Los anestésicos locales derivan de la coca, y los opiáceos de la amapola. Algunos anestésicos inhalatorios, compuestos volátiles, son alcanos, compuestos inorgánicos potencialmente tóxicos.

¿Cómo contrarrestaban los efectos? Desde el siglo IV AC y hasta el siglo XIII, el escaso, sofisticado y costoso cuerno de unicornio era un antídoto universal. Pero ¿dónde obtenían esa contra? ¿Se sabe de algún unicornio distinto al azul de Silvio Rodríguez? Posiblemente se obtenía de rinoceronte o narval. Otra creencia muy extendida era el efecto protector atribuido al cristal veneciano, que temblaba o estallaba en contacto con un veneno; las esmeraldas y amatistas los inutilizaban. El bezoar, objeto que aparece en los filmes de Harry Potter y se usa como antídoto, no es más que los cálculos presentes en las vías digestivas de ciervos, ovejas o cabras, cuyos efectos fueron desmentidos por Ambroise Paré.

En el siglo XIX, las casas victorianas eran adornadas con papeles de brillante colorido que se lograba con arsénico, el “polvo de la herencia” –empleado para eliminar familiares adinerados-; ya se conocía de su efecto letal cuando es ingerido directamente, pero no cuando se absorbe por la piel. El químico estadounidense Robert M. Kedzie publicó en 1874 un libro advirtiendo sobre sus peligros. La obra, titulada “Sombras de las paredes de la muerte”, indicaba la necesidad de eliminar ese empapelado peligroso; las muestras de papel que contenía convirtieron al libro en sí mismo en asesino, paradójicamente. Como con el asbesto, fue largo y complicado retirar el veneno de los papeles, tal la presión de fabricantes. Pero se logró, que es lo sustancial, y gracias a un libro que era tan ponzoñoso como el producto del cual advertía.

Muchos moralistas consideran que hay libros cargados de letales contenidos a modo de pócimas mortíferas, y  creen que prohibiéndolos o  incinerándolos se acaba su difusión a mentes abiertas y preparadas para acogerlos. Igual que Santo Tomás de Aquino, temo a los hombres de un solo libro, pues oscurecen el debate crítico, ahogan la capacidad de dudar y hacen que el fanatismo se apodere de sus mentes.