Osama Bin Laden se hace visible con ocasión del genocidio del 11 de septiembre de 2001, cuando comandos suicidas estrellaron unos aviones civiles de pasajeros en New York, Pensilvania y Washington, provocando aquella carnicería de inocentes que aún hoy conmueve la sensibilidad del mundo amante de la vida, de la paz y la contienda civilizada.
Nada tuvo de santa la empresa mortífera de Bin Laden, porque sin duda fue más bien el cumplimiento de un mandato emanado de la profundidad del infierno. Detrás de los actos demenciales de este naciente Atila no tendría por qué estar Alá, porque Alá es grande, como si lo tuvo que estar el mismo Lucifer.
Solemos decir en términos coloquiales que muerto el perro muerta la chanda, pero no se crea que aquí vaya a ocurrir lo mismo.
Murió Bin Laden en su ley, como haciéndose verdad aquellas palabras bíblicas que nos dicen que el que a hierro mata a hierro muere. Falleció Bin Laden, pero ahí queda la chanda porque el terrorismo infortunadamente no murió con él y todos los gobiernos en el mundo tendrán que permanecer alertas ante la eventualidad de más y más ataques de los conmilitones y sucesores del terrorista por excelencia de estos tiempos de ahora.
La muerte de Osama Bin Laden por ningún motivo será para lamentarla. Todo lo contrario, hay que celebrarla.
Tiro al aire: no confundamos Osama con Hosanna, porque Hosanna quiere decir ¡sálvanos Señor!, mientras que Osama es sinónimo de destrucción y muerte.