Aracataca Macondo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Cuentan quienes estudiaron juiciosamente la obra del Nobel Gabriel García Márquez que “la primera vez que vio la palabra Macondo fue en la puerta de entrada de una finca de la Zona Bananera que se llamaba así, mientras que viajaba en el tren que llegaba y salía de Aracataca” (Araujo, 2015) Dice el poeta Rafael Darío Jiménez que “la primerita” vez que lo vio e hizo conciencia de ello perfilado ya como escritor, fue cuando acompañó a su madre a recoger los enseres para mudarlos a su nueva residencia en Barranquilla.

Precisa el poeta -basado en narraciones del puño y letra del escritor- que después de un largo viaje en barco, con mucho calor y mosquitos, por caños de la Ciénaga Grande, él y su madre tomaron el tren (“…que por toda la zona pasa…”) en la ciudad de Ciénaga, para recorrer parando en las estaciones de Riofrío, Orihueca, Sevilla y Guacamayal, como habitualmente se hacía, para luego desembarcar en Aracataca. Como las arrancadas eran lentas a pocos pasos de la última estación en la zona, se podía apreciar a mano derecha el letrero en madera sobre la puerta de la finca más grande en el que se leía Macondo. El nombre, por la cantidad de árboles de esa especie plantados en ella.

Quienes leímos “Cien Años de Soledad”, sentimos la curiosidad de conocer el lugar donde se desenvuelve la historia muy bien contada de una familia común y corriente que vivió en el lugar “donde sucedían todas las cosas”. Ni se diga de la necesidad que sienten quienes apasionados estudian la prosa, la lírica y la poesía que el autor plasmó en sus páginas. Todos queremos llegar a ese lugar, escudriñarlo, para aprenderlo y descubrir (o adivinar) cuáles fueron las motivaciones que lo inspiraron, para convertir una historia sencilla en una magistral pieza de la literaria universal.

Pero Macondo no es esa finca marcada que se veía tras la bocanada de hollín desde la ventanilla del tren de “palito”. No es un paraje, no es una casa ni una oficina de telégrafos, no es una estación. Macondo, ese lugar, ese territorio, que no aparece acotado en los mapas de geografía de las escuelas, que no lo distingue ningún color ni emblema es real, tangible y existe; como existen América y Colombia para el mundo. Macondo es un espacio vivo, transitable y transitado, en el que se reproducen unas relaciones sociales de producción, que generan unas relaciones de poder que lo hacen verosímil, posible y fáctico.

Para que este espacio real y mágico desaparezca de la imaginación de la humanidad solo basta dejar de recabar en su memoria, echarlo en el saco del olvido e ignorarlo. Para que deje de ser ese atractivo sutil que es ahora es suficiente con borrar todo vestigio de un pasado en el que se personificó y enseñoreo una tradición y una cultura de la que lectores e investigadores ávidos de la tierra quieran beber, buscando ser más creativos, compasivos e ilustrados y, por lo tanto, mejores seres humanos.

Pero, para que este espacio real y mágico no desaparezca de la imaginación de la humanidad solo basta producir el efecto contrario: recabar en la memoria sabiendo que Macondo es Aracataca y la trasciende en lo que es Ciénaga, la Zona Bananera, la Sierra Nevada de Santa Marta y lo que antes era el Magdalena Grande con el Cesar y la Guajira, que es también el Caribe y parte de Colombia; que con la Universidad del Magdalena y el poeta Jiménez en la coordinación cultural de la Casa Museo, con la fuerza de la gente del lugar y la alianza con los privados y los entes gubernamentales vamos a lograrlo, otorgándole sus justas medida y proyección.