La recalcitrante oligarquía bicentenaria del país, nos hace experimentar el sabor amargo de la incredulidad; lo que conlleva a interpretar una disidencia política de orden institucional, decisión con clara connotación política, que viene practicando el propio jefe del gobierno nacional; donde crea exclusión que genera desconfianza toda vez que sublima los valores de la ética.
Esta discusión sin punto final debe pasar a la historia y como tal reemplazarla por cambios innovadores y compromisos de gestión, acabando así los extremos antagónicos e irreconciliables de la política.
Los ciudadanos de bien estamos obligados a defender un sistema de ideas que crea profundamente en la capacidad de los seres humanos para ejercer responsablemente su libertad para elegir; debemos empoderarnos de debates serios con argumentos contundentes que generen espacios orientados a construir propuestas hacia el cambio bajo una mentalidad creativa. Es necesario desactivar el combustible de la guerra; sacar adelante decisiones valientes con pureza y rectitud, entre ellas ser honestos, responsables y cumplidores, base esencial de la verdadera democracia.
Demos al máximo promover la prioridad general de garantizar la efectividad de los principios , derechos y deberes consagrados en la Constitución Nacional; igualmente aprobar una agenda que garantice las libertades individuales y colectivas; articular un proceso educativo que exija a propios criterios de calidad y equidad. Finalmente dar legitimidad a todo lo pactado que beneficie a la sociedad mediante y un dialogo político que permita una apertura hacia el mejoramiento de la sociedad, signado por la disyuntiva de la paz. Al máximo debemos impedir que las ambigüedades sean instrumentalizadas en las campañas políticas, por el contrario consolidar un liderazgo depurado de odios y rencores.