La madama

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La obra cumbre de Gustave Flaubert, Madame Bovary, me ha hecho reflexionar, últimamente, acerca de ciertos personajes de la vida real que uno tiene que encontrarse a diario, en los lugares menos imaginados y en circunstancias harto inverosímiles.

Por supuesto, supongo que todos los que estamos aquí, leyéndonos, hemos conocido en determinado momento a alguna fémina, en el fondo sedienta de amor, que se ha sentido capaz de materializar el famoso whatever-it-takes con tal de lograr su objetivo incierto de hacerse desear por el incauto escogido.

Emma Bovary es el ejemplo perfecto de este tipo de mujer, en el fondo indecisa, insegura y vana, cuyas carencias personales -no necesariamente las de su clase social original: pequeña propietaria rural en la Francia decimonónica- la inducen a desbarrancarse por el lodazal de la desgracia personal representada en la pérdida de todo aquello que realmente pudo haber querido por un instante, aunque haya sido mínimamente. En el desparramamiento de su humanidad de belleza irrelevante, de su alma sinuosa y seca, no quedó sino el melancólico ayer de sueños de un futuro personal cimentado en la invencible perfección de la vida al lado de ese hombre que en verdad no existe, que nunca ha existido, que nunca existirá. Y que jamás la amará…, al menos no por lo que es.

La madama es una mujer en su máxima expresión, pero potenciada en la malvada inocencia que algunas de ellas conservan hasta la época de las arrugas cosméticamente insalvables. Decía arriba que a diario me ha tocado ver a más de una Emma, hambrienta de afecto, sola de soledad amarga, soledad no apreciada ni disfrutada; soledad que ellas, las Emmas, tratan de camuflar en cosas baladíes, y que es el resultado de una labilidad de niña que conmueve, aunque irrita, haciendo desear que la desdichada halle algo -¡algo, por Dios, algo!- que palie la tormenta de su existencia…

¿Qué puedo decir aquí que ya no se haya dicho de Madame Bovary en un siglo y medio? No lo sé. Tal vez les diría a aquellos que aún no la han leído que vayan corriendo a comprarla y que después se sienten solos, en silencio, con toda la calma del mundo, a degustar este platillo estético que su autor tardó más de cinco años en prepararnos, con toda la sabiduría de que fue capaz ese hombre prodigioso, ese artesano del sonido y del gusto, Flaubert, que se hundió de cabeza en la fantasiosa métrica de su escritura, que se perdió en el delirio propio de un estilo propio, que encontró en su técnica de "el vocerío" una nueva justificación para la escritura de cualquier cosa, y que así nos dio a los que damos lata con esto una nueva razón para seguir dándola: al escribir se hace una nueva música, sin rima, sin partitura, sin ecos, sin ideas, sin reglas, pero con mucho corazón: se trata de la melodía que cada escritor se inventa para hacer sonar bien aquello que originalmente no lo hace, en el entendido de que lo que quiere decir solo cobrará sentido cuando lo armonice de esa forma. Ya les digo: una novela de este escritor francés equivale a diez de las otras. Hay que leer, o releer, la Bovary, señores, y volver a Flaubert una y otra vez, a ver si aprendemos a escribir algo, pero, sobre todo, a ver si nos acostumbramos a pensar la vida y a ser menos superficiales y ligeros en tratándose de las cosas que a la larga importan.