Formas de terrorismo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La cuestión es de nunca acabar. El repudiable hecho del pasado sábado en Bogotá, en el que se perdieron tres vidas humanas, y que dejó la incomprensible sensación de que Colombia todavía vive en estado de guerra, da para pensar en si un país que establece niveles de importancia hasta entre sus muertos en verdad merece la paz. Y no digo merecerla en el sentido más estricto de humanidad: desde luego que los colombianos somos seres humanos, tanto como el más pacífico y laborioso de los pueblos lo debe de ser también. Lo digo en el entendido más frío del asunto, es decir, ¿cómo va a acceder a una situación, no de ausencia de guerra, sino de construcción colectiva de paz, una nación que categoriza a la gente en toda circunstancia como si ello fuera de lo más normal?


No es normal. Es enfermo y triste. Es absurdo. Pero aquí pasa: aquí unos valen más que otros. Todavía oigo a los informativos sabatinos repitiendo, una y otra vez, el festín noticioso con que tales suelen deleitarse cuando pasan las cosas que venden: “Una francesa y dos colombianas muertas”. O sea, la joven europea asesinada, por el solo hecho de ser lo primero (luego se supo que, además, era voluntaria en el sur de la ciudad, etc.), en el frontispicio de la lamentación general mediática; después, las colombianas, que también eran dignas de dolor, claro, aunque menos, claro. Y, por ningún lado, los demás muertos que el mismo sábado hubo, pero que no aparecieron en los noticieros de televisión porque los mataron, también aquí, en Colombia, solo que en sectores rurales, o en ciudades pequeñas, o intermedias, en sus barriadas que a nadie interesan.

No en el Centro Andino, que, pasado de moda y todo, sigue siendo un símbolo de la opulencia bogotana (y nacional), y que gravita alrededor de una de las zonas económicas de Latinoamérica más fortalecidas por la desigualdad, que es, de por sí, tan común en el subcontinente.  En el mismo sentido, no debe dejar de rescatarse que Le Monde, el periódico francés, hizo alusión principal a su muerta en Bogotá, como si las colombianas fueran apenas el relleno; y que igual reaccionó el vivo de Emmanuel Macron a través de Twitter, para quien parece que no existieron las víctimas locales, sino solo la suya. Ahora bien, ¿alguien puede culpar a estos extranjeros por su indiferencia si ni siquiera aquí, en Colombia, se hace prevalecer la nacionalidad?

Después, el domingo, pasó lo previsible, lo que ha hecho de este pueblo uno del montón: la payasada de ir a encender velas en el poste de luz respectivo, porque así lo hacen los payasos de París y de Londres, y aquí tienen que imitarlos, por supuesto. Como si el sufrimiento pudiera expresarse así. Como si no hubiera maneras menos hipócritas de honrar a la humanidad, en caso de que de eso se trate. De la misma forma que ingleses y franceses podrían evitarse los hechos de los extremistas de Mahoma tan solo si forzaran a sus gobiernos a no intervenir países que tienen sangre en las venas, en Colombia haríamos bien con atacar la violencia terrorista desde sus causas: evitando, por ejemplo, que la igualdad únicamente se concrete en los momentos de unas ridículas ceremonias públicas de alucinados en las que se llora y se hace exhibicionismo, pero en las que nada real pasa más allá de perpetuar, subrepticiamente, la idea de que hay unos colombianos mejores que otros.