Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Hace unas semanas, mientras comía en la noche con una amiga, fui víctima de un atraco. No era tan tarde, pero, como es sabido, en Bogotá las noches suelen precipitarse a la velocidad del páramo. El sujeto entró vociferante al pequeño local, mientras se metía la mano en la cintura: de allí sacó un revólver corto que parecía más bien un juguete negro y brillante.
Siempre he pensado que un robo a mano armada es en realidad un secuestro: mientras sucede, no hay lugar para moverse ni decir nada que no sea tranquilizar a unos parásitos que, en lugar de ponerse a trabajar, pretenden vivir del otro. Es aún peor cuando se está acompañado de seres a los que se quiere proteger: las tres veces que me ha tocado vivir esta situación he estado con mujeres: mi madre, una novia, una amiga. Un movimiento en falso, un acceso de nerviosismo del perpetrador, y todo acaba. Claro: he sido también cliente del raponazo, un par de veces al menos, pero no hay comparación que valga entre las dos clases de eventos.
Cuando el atracador principal se dio cuenta de que uno de los del restaurante estaba intentando dar parte a alguien de lo que ocurría, respondió con patadas. No gritaba las palabras atemorizadoras: solo las decía con la calma de una advertencia que podía cumplir, como un profesor curtido. Luego de que su ayudante, un joven algo inexperto, nos cateara a mi amiga y a mí para después ocuparse de la caja registradora, nos lo volvió a enviar, con la expresa instrucción de que trabajara mejor en buscar las pertenencias que ella debía de tener guardadas en su bolso. Lamentablemente, tenía razón. A mí no me había encontrado nada antes, más allá de algo de efectivo. No fue igual con ella.
Volví al día siguiente, más o menos a la misma hora. Quería hablar con los del negocio, saber si había pasado algo con la policía y las cosas robadas. No había información nueva, como era de esperarse. La policía ni siquiera llegó a averiguar nada. Noté, sin embargo, que uno de los tres que atendían, el mesero, no podía mirarme a los ojos cuando le pregunté, en tono amable, por lo ocurrido después de que nos fuimos, la noche anterior. No pude dejar de recordar lo que mi instintiva acompañante me dijo cuando aquello acababa de pasar: todo parecía de mentiras, casi como una obra de teatro. Reconstruí mentalmente los momentos posteriores al hecho, y vi al mesero tomar un trapero y ponerse a limpiar el piso donde poco antes había estado desparramado por orden del jefe.