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Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El lunes pasado se cumplieron los noventa años del inmortal García Márquez (Márquez, como le dicen muchos lectores de otros idiomas). 
Los fieles de Gabo recordarán que en una obra menor, pero no por ello menos garciamarquiana, Memoria de mis putas tristes, el protagonista en primera persona decide regalarse el día de su cumpleaños noventa “una noche de amor con una adolescente virgen”.

La proposición envuelta en la frase narrativa en cuestión es una contradicción natural en sí misma. Pero ese no es el punto: el punto es que la carga de desprecio inmersa en ella por la vida que toca vivir es tal que, de una manera u otra, aquel que lee la novela en sus inicios no tiene más remedio que sentir como una suerte de mandato divino la necesidad de seguir leyendo. La fuerza de la provocación es una, y llega a hacerse tan irresistible como un ciclón, una avalancha, o el silencio de la Sierra.

 Por eso me divierten los atormentados que, queriendo escribir algo que trascienda, no pueden. Y que culpan a García Márquez de su ligera castración intelectual. Me refiero a los muchos escritores nacionales que, más allá de si venden o no, tal vez nunca alcancen ni la calidad ni el prestigio, ni la fama ni el dinero, ni los amigos ni la influencia del hombre nacido en un pueblo que antes de él no significaba nada para nadie en el resto de Colombia. Y eso, me parece, como que es la piedrecita en el zapato.

Esa es la razón por la cual se inventan que “la novela colombiana” debe evolucionar, o que “somos mucho más que Macondo”, o que “ya están cansados de que los asocien con García Márquez”, etc. Para empezar: ¿en serio había una novela colombiana, o algo que mereciera llamarse tal por su identidad, antes de Gabriel García Márquez? Y para seguir:

¿alguno habrá visto a Gabo en vida, o ya muerto, forzando que alguien –quien sea- escriba como él? 

No. Y no. Lo que pasa con esto es lo mismo que ocurre con el hijo que quiso ser distinto a su padre, sí, pero repitiendo aquello que su padre hizo. Y por ello (y pese a ello, habría que decir), simultáneamente, lo ama y lo odia.

Lo ama porque su padre es su sentido de seguridad en el duro mundo en que vivimos; pero lo odia porque no lo dejó equivocarse lo suficiente por su cuenta, y perder y fracasar, y dolerse de ello: porque no lo dejó ser.

A estos escritores quejumbrosos pero ambiciosos, ávidos de reconocimiento y gloria, les gusta ubicar sus historias en el imaginario urbano de los colombianos, en los que nuestras ciudades y sus gentes luchan por disimular su origen imitativo de la vida del Occidente que no somos, para después reclamar sin fundamento una personalidad propia. Quieren escribir sin García Márquez, dicen, lejos de su verdad. 

Pero terminan volviendo a él. No podría ser de otra forma: somos una misma gente, la del Caribe atemporal que se inventó Gabo, y también la de los centros urbanos colombianos algo modernizados desde afuera hacia adentro.

Por eso, sin quererlo tal vez, no pocos de estos niñatos escriben con la prosodia particular del conquistador de Macondo, con su apocalíptico sentimiento, con sus razonamientos de hombre de ninguna parte. Como Dios mismo: alguno lo describió así.

El problema está en que no se desmarcan del todo, como dicen querer, sino que terminan haciendo lo contrario, a semejanza de los niños chiquitos. Son escritores garciamarquianos, ellos, muy a su pesar, no por su estilo (que, finalmente, ni imitar pueden bien), sino por su idiosincrasia inverosímil y fantástica, tan difícil de creer si no es porque los estás viendo.