Ocurrió hace cincuenta años en Taganga, corregimiento del Distrito Turístico, Cultural e Histórico de Santa Marta.
“Mira que este pueblo ha vivido de la misma manera siempre y no ha cambiado mucho sus formas de relacionarse, producir y soñar desde que las recibieron de sus ancestros.” Pero, ¿Cómo hacen para que el sistema y la ciudad no se lo trague?, pregunté con la mayor ingenuidad. “Ellos tienen su propia organización y, por decirlo de otra manera, tienen sus propias reglas y su propio gobierno”, me respondió. Espérate y te cuento: “La tierra que habitan y los recursos naturales que los rodean (playas, peces y cactus) no son de nadie en particular, son una propiedad colectiva como el aire que respiran, como el viento y el sol que les tuestan la piel. Para decidir qué hacer con ellos el año que viene, se reúnen en una asamblea general a la que asisten las personas a las que cada familia les delegó su poder. Van llegando y van contando sus destrezas y hazañas; hablan de cómo estuvo la pesca, de por qué salió más cojinoa que bonito y jurel y de cómo estuvieron las brisas hasta que finalmente, votan para asignar las playas a los grupos de pescadores y adjudicar, si hay solicitudes, un pedazo de tierra a quien las mayorías consideren ha contribuido con obras al bienestar de toda la población”.
“Estas decisiones, se toman con libertad y autonomía -continuó diciendo el estudiante- sin la interferencia de agentes externos ni autoridades municipales ni políticas. Sin amiguismos ni compadrazgos. Democráticamente. Al final, todos los participantes contentos se emborrachan y al amanecer se retiran a sus casas en santa paz con la idea de tener el siguiente como el año más productivo de su vida”.
“Desde muy de madrugada o tarde en las noches comienzan las faenas de pesca con anzuelos y chinchorros. Están listos los remeros, los vigías y los jaladores esperando con paciencia a que los peces caigan en las redes para atraerlos agonizantes y darlo a las mujeres que en poncheras los sacan a la plaza del mercado y los ofrecen en las calles de Santa Marta, gritando: que si llevo el pescado, bonito fresco y el jurel. Ellas, aunque no participaron en la actividad pesquera, si saben cuánto valen.
De haberse mantenido así hasta hoy, el conglomerado de Taganga y sus alrededores serían de un atractivo y prosperidad turística impresionantes. Pero, se perdió el encanto. Pudieron más la politiquería y la corrupción que el arraigo cultural, la identidad y la tradición. Ellas, abrieron las compuertas a los usurpadores de tierras, a los invasores nacionales y extranjeros, a narcotraficantes, maleantes y traquetos que trascurrieron frente a la mirada inerme de los tagangueros, que ahora esperan impacientes la intervención de alguna autoridad distrital que los ayude a reordenar su territorio con la participación de todos, como se hacía desde un principio.