La magia de tenerlo todo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


La ciudad está repleta de turistas. Es que Santa Marta fue escogida otra vez como uno de los destinos más importantes del planeta. Es hermosa, acogedora y tranquila. La playa y el mar la siluetean por el poniente, mientras los cerros y la imponencia de las no muy lejanas estribaciones la escoltan por el naciente formando una placenta, como la del vientre de la madre, en la cual solo se experimentan sensaciones de dicha y bienestar perpetuos.


El trazado reticular de sus calles y avenidas. Las vistas que les deja recorrerlas por su centro plagado de historia y escultural arquitectura. La vivacidad y el colorido de la circulación incesante de samarios prodigándose el pan de cada día, en medio del ensordecedor murmullo de sus habladurías y la estridencia de pitos y cornetas que anuncian la pomada para curar el “mal de sambito”, la sarna, el carranchil y el escorbuto; las empanadas rellenas son “Conchí” y los jugos de zapote, mango y níspero las veinticuatro horas a la orilla del pedazo de calle ancha de la dieciséis.

Es el bazar de la alegría. Se venden cuentos para vivir de ellos y se narran episodios vivos de la cotidianidad. Se negocia toda clase de objetos inútiles, todo a mil, con los que se estafa al incauto y al desprevenido. El garitero pregunta dónde está la bolita y se ofrece la limonada fría, la avena espesa y el patillazo. Vibra la ciudad por sus cuatro costados, se mueve, se torna agresiva y a veces luce inofensiva. Huele a chorizo del colorado, huele a albahaca y a incienso, huele a mar y a agua estancada, huele a bija.

Camino a Taganga, a Minca, al Parque Tayrona, a Villa Concha o a El Rodadero se propagan la diversidad y el divertimento. Ellos aguardan al turista desde la arrancada en los alrededores del Mercado, mostrando a través de gestos, muecas, dichos y expresiones una sociedad que aprendió por sí misma a mezclarse, a respetar y a comportarse. El paisaje es eterno en Santa Marta. Secuencial. Está en donde meta uno el ojo. Sorprende con cada aparición. Es espontaneo. El clima es templado y de soles intensos, más bien seco, pero sano.

Es diciembre. Finales de 2016. Comienza en firme la “temporada alta”. La afluencia de cachacos aumenta y de gringos que fueron asiduos todo el año se detiene porque se sienten de alguna manera desplazados. Trasciende los límites el turismo, desbordando la capacidad de carga de la que hablan los turistologos. Son cientos de miles. Los carros con otras placas ansiosos colman todos los espacios, aparecen las colas interminables, escasean las viandas y desaparece el agua. Es la ruta del caos que termina el seis de los reyes magos, cuando todos, de regreso a casa, olvidan que hubo un paseo.

Es turística, cultural e histórica “la ciudad de Bastidas”. No se pregunta. Se afirma. La misma que heroica y creativamente lucha contra la pobreza, la falta de mínimos servicios sociales y la escasez de agua. En donde más del 50% construye su hogar en las partes altas de los barrios bajos o se hospeda temporalmente en pasajes o inquilinatos, que poco a poco, se van transformando en verdaderos conglomerados o pueblos de desplazados dentro de la gran urbe. Son dos realidades extremas que conviven paralelas en Santa Marta: una, la del turista, que en medio de la cotidianidad mundana puede resultar vacía y, la del samario raso, que en medio de la desesperanza puede estar llena de vida.

Hacer coincidir estas dos realidades harán posible la convivencia, la prosperidad y la riqueza. Cómo. Permitiendo, como en la metáfora de “la ciudad de la alegría” de Dominique Lapierre, que ambos, turista y nativo, busquen -explotando los elementos naturales, culturales y sociales- renovar su existencia en esta la ciudad con “la magia de tenerlo todo”; en la que, el nativo, busque descubrir el núcleo social y cultural que es capaz de atraer al turista sin violentarlo. No es fácil, requiere tiempo y dedicación, pero es el comienzo.