Pasión

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



No hace mucho fui acusado, inmisericordemente, de no tener pasión. (No, no fue por una mujer, sino por un grupo heterogéneo de individuos e individuas).


Para mi propia sorpresa, lo recibí bien, sin molestarme demasiado: en lugar de tener dudas sobre mí mismo, simplemente me puse a pensar qué pudo haber llevado a mis verdugos a emitir un juicio tan superficial, apresurado: apresurado, porque, si algo he tenido que combatir en la vida, es la visión apasionada, casi dramática de las cosas. De manera que tampoco fue un alarde el mostrarme indiferente ante una crítica que era más que eso; era algo que buscaba ver si yo era tan bobo como para perder la concentración en el momento en que más la requería y no seguía comportándome, en la situación en cuestión, como si estuviera en el patio de mi casa, mientras ellos temblaban de desvergonzado miedo.

Lamenté defraudar a personas que se fijaban tanto en mí y en lo que hacía. Hasta me sentí tentado a darles explicaciones para que no se sintieran mal consigo mismas y no desconfiaran de su criterio en adelante. Quizás por esa compasión ahora escribo sobre ello. Quién sabe. El punto es que, en últimas, creo haber entendido su confusión, pues es la misma que me atacó hace un par de años (ya bien grandecito) acerca de ciertas preguntas de la vida y la muerte que no tienen respuesta única (ni correcta), y que no pueden tenerla, porque, de ser así, todo esto perdería todo sentido. Pero, la confusión de la que enfermé no era sobre la pasión (que siempre la he tenido presente), sino sobre su “opuesto”, es decir, la razón (y por esto digo que me dio la misma cosa, pero al revés).

Un buen día empecé a preguntarme con insistencia qué era esa vaina que llamaban “la razón”, o “lo razonable”. Hablé con una amiga que en esa época estudiaba esas cosas, y, entre cerveza y cerveza, recordé que la filosofía no era una sola ni unívoca, y que la soledad de cada quién era una especie de última ratio, de inevitabilidad, que el hombre, el pobre hombre –tan solo que está-, necesitaba. Entonces eso me dio valor: comprendí que la razón era una cosa personal, no general como dicen que es, y que hay muy pocos límites permitidos para descubrirla; y que uno de ellos es, sin duda alguna, que lo que sea que alguien haga para vivir siempre cumpla con un principio básico: hacer lo que a uno le dé la gana, siempre y cuando no dañe a nadie ni a uno mismo. Así vi que la ética en su sentido más elemental vendría a ser el 51% de aquella entelequia llamada razón, a la que ya en ese momento dejé de ver como el mero cerebralismo de que tantos se enorgullecen.

Una vez tuve claro que la existencia racional era lo que yo quisiera que fuere, pude dedicarme a decidirlo, y para ello, hasta de estas columnas me valí. De cualquier cosa. Supongo que, hasta a quienes no tenían ni idea de lo que les hablaba, los embebí de mi apasionada charla. Y después, es decir, en estos días, pude por fin darme cuenta de que, aquello que alguna vez oí, eso de que la pasión tenía que estar al servicio de la razón, era solo parcialmente cierto: aunque haya sido tarde entendí que la única pasión a que podré aspirar en esta vida será aquella desprovista de todo miedo, aquella que haya pasado primero por el riguroso tamiz de la verdadera razón (jugar para ganar, siempre, sin empeñar mi alma), es cierto, pero para que, así y solo así, pueda liberarle una intensa energía, y que esto último sea lo que en verdad importe al final. Creo que los del otro día me sorprendieron en pleno proceso de ordenada imantación de mis pensamientos, en una fase inicial de ello: les explicaría esto, pero no quiero. Hay, en realidad, muy poco tiempo que perder.