Olimpismo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Tal vez impulsado por el conteo regresivo de las olimpiadas en los noticieros de televisión, que venden el anticipo de sus transmisiones como pan caliente todas las mañanas (y en esto los medios colombianos molestan menos que, por ejemplo, los canales gringos de deportes para Latinoamérica, que tienen una mafia argentina de periodistas monopolizándolo todo), de un tiempo acá decidí comprar de nuevo zapatos deportivos y lanzarme al frío de la mañana (o de la tardecita, después de la siesta del fin de semana), y correr fuerte hasta que mis treinta y cinco años me digan ¡basta!, o algo peor pase. Para darme valor, a veces escucho canciones como The final countdown, y Eye of the tiger, mientras me esfuerzo por no desgonzarme en pleno andén del parquecito al que cuidadosamente le doy vueltas en el sentido de las manecillas del reloj.

Así, al rugido de la guitarra eléctrica de los ochenta (como si fuera Rocky), o ya sin audífonos, apenas sin oír nada más allá del sonido de la sangre que se agolpa en mi cabeza, bañado en sudor, y lleno de convicción de que el escritorio todavía no me ha matado, me atrevo inocentemente a desafiar a los que corren todos los días, de madrugada y desde hace décadas. Son tipos que tienen como ochenta años y que desparraman entusiasmo por donde se los mire: en verdad parece ser cierto en ellos aquello de que no compiten contra nadie en particular, sino que solo quieren demostrarse a sí mismos que podrán vivir a plenitud mientras eso quieran. Algo así como lo que yo también quisiera poder hacer, y haría, si no fuera porque a mí, en general, me resulta muy aburrido eso de no competir.

De cualquier manera, corro. Trato de establecer desde el principio lo más importante: el ritmo de la respiración. Corto, muy corto, respiro. Induzco a mi diafragma a contraerse y dilatarse sucesivamente sin que ello implique el mayor esfuerzo: solo uno mediano, pero sostenible. Todo es equilibrio, ¿no? A mis piernas les doy la orden de llevar un alternar simétrico que no decaiga en ese baile de respiraciones acezantes que es la intemperie de los corredores. Sigo con milimetría las líneas del pavimento, pues de ello depende que mi concentración se mantenga. Llevo la cabeza más bien gacha, entonces, y solo levanto la mirada en las intersecciones y esquinas, pues no deseo terminar ejercitado pero con la cabeza rota en la clínica. Si alguien me pregunta algo, no respondo, pues es un sobreentendido que no se le debe preguntar nada a quien lleva la lengua afuera. A menos, claro, que se trate de una joven de buen ver, caso en el cual me detengo, pongo con las manos en la cintura, y trato de emitir sonidos valido de una especie de locuacidad entrecortada, como un héroe.

A veces, en plena refriega, maldigo los dos o tres cigarros que todavía fumo cuando en otras ocasiones camino por ahí, pero ni siquiera así me rindo. Lo que hago es bajar la intensidad y simplemente cambiar de canción: paso, por ejemplo, del rock (o del vallenato, pues todos sabemos que son prácticamente lo mismo, como bien los comparó Vives) a la setentera Stayin’ alive, de unos extraños sujetos que se hacían llamar Bee Gees. Cuando ya de verdad no puedo más, y en la cabeza solo tengo la idea de tirarme en al piso, el reproductor, que es automático, manda a mis oídos la melodía roquera de I will survive, que, con todo y su melancolía subyacente, me hace seguir, pues despliega el compás perfecto para cuando se quiere bailar el drama, pero no se puede, y solo queda trotar. Entonces vuelvo a darle. Humildemente, creo que eso también es el deporte.