Parasitismo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Las recientes muestras del poder de los actores de la violencia urbana en Colombia, especialmente en capitales del Caribe, son la prueba, no del fracaso de un proceso de paz con resultados falsamente positivos (anunciado como exitoso hace casi diez años por el gobierno de turno), sino de algo de mayor profundidad. En efecto, más allá de la falla de las políticas de seguridad estatales para combatir una criminalidad que, supuestamente, ha surgido de la nada a partir de los elementos que la diáspora del paramilitarismo ha dejado (la versión oficial), lo realmente de fondo es la incómoda verdad que tanto nos cuesta decirnos. Pues no es cierto que las bandas criminales hayan surgido de un día para otro, como tampoco fueron espontáneos la guerrilla ni los paramilitares. Esto es más bien una mala conciencia de muchos colombianos: una cosa maldita que nadie sabe muy bien de dónde viene, pero que todos intuimos para donde va.


Cuando se habla de matoneo en los colegios, o de acoso laboral o sexual en las empresas y en las calles, de discriminación racial a la entrada de las discotecas, o solo de mala atención en restaurantes para la gente que parece no tener con qué pagar, a mí todo me suena a lo mismo. Para la mayoría de la gente, se trata de un problema del ser humano en general. “Esto pasa en todos lados”, suele decirse. La gran realidad es que ello no es así. En lugares donde en verdad impera la ley, el derecho realizado es el de la igualdad; y la igualdad, por más simple que parezca, es a su vez la central de operaciones de todo sistema jurídico real. Así, “el imperio de la ley”, o, “un sistema jurídico”, son apenas otros nombres para la expresión técnica “Estado de derecho”, que no es cosa distinta de “institucionalidad que garantiza que haya igualdad entre los ciudadanos”.
A partir de una noción tan cercana como la igualdad, entonces, se edifica esta forma de entender la vida en comunidad: el contrato social como determinador de nuestras vidas. Es como si renunciáramos a una gran parte de nuestra independencia, para –y aquí la paradoja que tanto trabajo cuesta entender-, justamente, tener mejor independencia. La primera independencia a la que se renuncia (el policía me pide papeles y yo obedezco) es una básica, instintiva, aquella del que vive diciendo que “hace lo que le da la gana”, cuando en últimas no es más que un esclavo de sus caprichos; la segunda independencia es la cierta: ha pasado por el tamiz del acuerdo general de voluntades (porque, para bien o para mal, no estoy solo en el mundo), y por eso, soy libre de “hacer lo que me dé la gana” dentro de los márgenes legales, los que de alguna forma insospechada se hacen también éticos: lo que sea que haga dentro de ellos no romperá el equilibrio de la paz, y sentiré la conformidad de no deberle nada a nadie. Esa es la igualdad social: se origina en individuos muy independientes, que desean ser libres y que los demás lo sean.
Por qué unos pueblos llegan en masa a convicciones similares, y otros no, es cuestión abordable, que siempre ha merecido aproximaciones de las ciencias sociales. Pero el que muchos colombianos produzcan, toleren, acepten o incluso sean indiferentes ante los abusos de unos para con otros, es un agujero negro impenetrable en la naturaleza que nos hemos creado, una materia oscura que preocupa, entristece, asusta, enoja, y nos hace renegar de la nacionalidad. Cuando unos sujetos desangran a los colombianos que sí hacen algo por aprovechar la libertad que se han ganado con su solitaria corrección, es porque aquí, hasta ahora, triunfa el parasitismo de aquellos, lo que nada tiene de independencia, libertad, y menos de igualdad: es pura desvergüenza.