Hacia la nueva Colombia

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



El apretón de manos entre el presidente Juan Manuel Santos y el jefe de las Farc es el inicio del largo y culebrero camino hacia la construcción de la paz en Colombia. El acuerdo que le dará terminación al actual conflicto armado iniciado por la guerrilla -cualquiera sea su génesis-, respondido por el estado como le corresponde, al que se sumó el paramilitarismo y se agravó por la presencia de otros actores (civiles y armados, nacionales y extranjeros), debe conducir al fin de la violencia que cada uno ejerce desde su trinchera, muchas veces con sevicia desbordada y total degradación, con armas todas mortíferas aun cuando no sieguen vidas.

 

Todavía Colombia no termina de digerir los alcances de tan notable acuerdo. Entre el escepticismo de muchos y la oposición de pocos, en esta interminable tragedia nacional, casi todos los colombianos que estamos vivos hemos nacido y sobrevivido en medio de las balas disparadas desde cualquier lado, primero en nombre de unos partidos políticos; después, por los rebeldes socialistas y, al final, en la máxima degradación, por cualquier actor, en nombre de cualquier cosa. Nuestra vida siempre ha sido salpicada por la sangre que rebosa las noticias diarias, por el discurso político agresivo y las agrias polémicas en los medios y redes sociales: la guerra desborda todos los escenarios.

El planeta entero celebra tan difícil acuerdo con los obcecados guerrilleros de las Farc, dogmáticos fundamentalistas del caduco socialismo del siglo XX, que sospechan de cualquier política ajena a sus oxidados ideales. La intervención de especialistas, garantes y facilitadores pudo salvar obstáculos tan complicados como la aceptación por parte de la guerrilla de su condición de victimarios, la justicia reparativa y las penas que deben cumplir, según nuestra constitución y los tratados supranacionales de los que Colombia es adherente. También, que el estado colombiano entendiera que no sólo la guerrilla es actor armado y que hay otros que deben responder por lo suyo en este degradado conflicto. Se logró, que fue lo importante, y el país aplaude.

Si hace más de 50 años se iniciaba nuestro conflicto prolongado, retardatario y sangriento, también los aires libertarios refrescaban la acérrima guerra fría entre soviéticos y occidentales: capitalismo y socialismo como enemigos irreconciliables.

 Los movimientos pacifistas aparecían también, pero eran reprimidos: la confrontación armada era el leitmotiv que marcaba el compás de entonces, y unos cuantos ilusos no iban a frenar su sed de victoria. Sin embargo, esos idealistas de la paz han encontrado eco en la sociedad civil y, aun cuando hay muchas guerras en el mundo, cada vez más se buscan vías civilizadas para la solución de conflictos. John Lennon imaginó un mundo en el que no haya nada por lo cual matar o morir; Martin Luther King tuvo un sueño de igualdad y respeto; Gandhi habló de la tolerancia a los defectos ajenos; y así, muchos líderes espirituales han intentado acabar con la violencia que nos azota.

Yo sueño, como muchos, con un país tranquilo, en donde el desconocido no sea un sospechoso, en el que retornen las ventanas abiertas, ese de los "buenos días, señor" y de respeto por la gente y las normas, donde las diferencias se diriman a verbo y no a 9 mm o puñal.

Porque la violencia tiene muchas formas: física, verbal y preverbal, ambiental y otras más, que se manifiestan en la agresión armada, la ofensa y el sicariato moral, el matoneo en las escuelas, el irrespeto a las normas de tránsito o la falta de presencia y ejercicio de la autoridad, el crimen de cuello blanco, el saqueo del erario, etc.

Y la violencia no se elimina con más policías en las calles, penas más duras o más cárceles. Por el contrario, el mayor signo de civilidad es contar con el mínimo de vigilantes y con ciudadanos respetuosos de los demás. Y eso sólo se logra con educación, educación y más educación. Pero, además, con el cumplimiento de la constitución y la ley, desde el presidente hasta el más humilde ciudadano. El eje de ello es el respeto por el ejercicio de los derechos fundamentales. Si cada quien hace lo suyo, y todos hacemos lo que nos toca, empezaremos a andar el camino hacia la paz.