Regionalismos baratos

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Un nuevo episodio de regionalismo se ha vivido durante los últimos días en el país con el asunto del cantante de música vallenata, Silvestre Dangond, quien, en un video difundido en la Internet, aparece tocando los genitales de un menor de edad, al parecer en medio de una presentación pública, en algún lugar de la Colombia caribeña que no me ha dado por saber.

Una y otra vez, más de lo mismo. Más de lo mismo, digo, porque esta polémica no hace sino recordarme tantos eventos de intolerancia y cerrazón que han caracterizado a la vida nacional respecto de la convivencia entre cachacos y costeños -dígase: caribeños-, que parecieran como obligados a apenas soportarse a través de los siglos. Hay tanto para decir sobre este tema, y tan poco que no sea viejo, que confieso que, si nos quedáramos eso, esta columna estaría sobrando: yo no tendría motivos para escribirla, y nadie perdería el tiempo leyéndola. Sin embargo, sí tengo algo que decir.

Y es que cuesta creer que con tantos años de aparente unión nacional, en los que hemos estado ininterrumpidamente constituyendo un solo país -a pesar de todo-, caribeños y cachacos, o sea, nosotros y el resto de Colombia -en la práctica-, no hayamos podido encontrar la fórmula del engrandecimiento local sin entrar necesariamente en el campo de la ofensa para con el otro, su cultura -su forma de aproximarse al mundo-, su color de piel, su humanidad.

Estupidización progresiva y común: en esto sí que somos una sola cosa. Porque cuando he dicho al principio que se trataba de otro asunto de regionalismo, no lo he hecho para justificar a Dangond -ni más faltaba-, y menos para ponernos en posición de víctimas frente a los "hipócritas cachacos". No. En mi opinión, en esto ni somos las víctimas de los cachacos, ni ellos tienen la razón al venirse en masa contra el Caribe, diciendo cosas como que nosotros patrocinamos conductas de contenido sexual con menores de edad.

(No quisiera llegar a eso, pero si nos vamos a los hechos, las estadísticas de abuso sexual contra menores son mucho más altas en el interior del país). Lo que he querido decir es que el regionalismo de que hablo se ha materializado esta vez en la violencia con que mucha gente del resto del país se ha ensañado frente a la cultura caribeña, a propósito de la mala conducta -¿delito?- de Dangond, cosa que le hace pensar a uno, más allá de lo anecdótico del caso del cantante, si en el resto de Colombia no habrá algunos que vivan tan encerrados en las montañas que les rodean que no han podido hacer más que cultivar un odiecito bien sabroso contra nosotros, que vivimos al aire libre, y si no estarán esperando la menor embarrada de algún paisano para culpar al Caribe del subdesarrollo del país. Es posible.

 (Por supuesto, se trata apenas de gentecilla prejuiciosa y temerosa, que no nos conoce a fondo; pero duele, de todas formas, que haya tantos así -según lo visto- y que no exista un rechazo general frente a las opiniones tendenciosas sobre nosotros). En esto también somos muy parecidos, los de aquí y los de allá: compartimos la pasión por las excusas y por el axioma ese de la-culpa-la-tiene-el-otro, que tanto nos han hecho progresar.

Recuerdo ahora, con referencia al eterno toma y daca entre unos y otros, algunas curiosidades que ilustran la situación. Una vez, cuando caminaba por un barrio elegante de Bogotá, en el que suelen vivir muchos universitarios caribeños, pude ver pintarrajeada, en las paredes adyacentes a un lote desocupado, la frase: "Muerte a costeños". Qué vergüenza.

Cuánta imbecilidad. Supuse de inmediato que esa frase obedecía a la reacción de algún rolo resentido por el estrépito producido con el famoso "carnavalito" que se hacía en la capital, cerca al barrio de marras, durante la época del Carnaval de Barranquilla. Asimismo, aquí, en Santa Marta, he podido ver, no pocas veces, cómo son timados los visitantes interioranos por los comerciantes locales al inflar los precios de los productos que éstos les venden a aquellos; no solo lo hacen porque son turistas: lo hacen, especialmente, porque son cachacos.

Sí, hay un componente extra: son cachacos. Son dos ejemplos de miles que la historia nos ofrece. ¿Así construiremos la paz en este país: aferrándonos a las mínimas diferencias que nos separan, cuando pueblos verdaderamente opuestos conviven pacífica y racionalmente, mientras progresan juntos? ¿No será esto lo que impidió en sueño de Bolívar de integrar a estos países en uno solo, grande y poderoso?

¿Será que tenemos otra pasión: la de la desunión, que nos permite fomentar procesos de exclusión peligrosamente parecidos a los nazis, de los que solo sobrevivirían los mejores de los mejores, después de haber "purgado" a la población hasta el límite? Solo unas cuantas preguntas sin respuestas en este país de regionalismos baratos.

Nuestras diferencias no se acercan siquiera a las que tienen entre sí los diversos pueblos que, en cada caso, conforman a España, a Italia, a China o a Suráfrica, por ejemplo, y aún así, la verdad es que todavía no hemos podido perdonarnos el acento.