Todos bien advertidos

Editorial
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Pocas veces en la historia el inicio de un nuevo gobierno ha despertado tanta expectativa, tantas esperanzas y tantos temores, no sólo en el país donde tendrá lugar sino más allá de sus fronteras.

Gracias a los medios de comunicación y a un exitoso sentido de manejo de la política como espectáculo, especialidad de quien fue elegido, el retorno a la Casa Blanca de un antiguo presidente se presenta como un momento crucial de la vida contemporánea. Aunque no es descartable que, después de todo, el hecho no revista ante la historia mayor trascendencia.

Lo cierto es que para el mundo no puede ser indiferente que una u otra persona ocupe la presidencia de los Estados Unidos, sea por afinidad o desacuerdo respecto de quien gobierne el país que encabeza el tropel de la economía mundial, ejerce influencia política en variados escenarios y cuenta con los mejores arsenales.

Hay quienes votaron por Trump seducidos por la fuerza comunicativa que logró conseguir al publicitar su nombre en programas de televisión, campos de golf, hoteles, casinos, edificios y aviones. Otros lo apoyaron pues desean ver el país de “inmigrantes buenos” limpio de “inmigrantes indeseables”.

También lo apoyaron quienes están hastiados del discurso arrollador, y hasta ahora poco controvertido, de la cultura “woke”, que quieren ver proscrita para volver a las raíces del fundamentalismo cristiano y protestante, con sus tradicionales valores de familia, comunidades y clasificación de géneros.

En la lista figuran también supremacistas blancos, racistas de todo tipo, armamentistas, anti Estado, anti medios de comunicación tradicionales, anti regulaciones que frenen el torrente del capitalismo desaforado, anti medidas ecológicas, anti nuevas energías, aislacionistas, “suficientistas”, segregacionistas, y desencantados y molestos con la clase política. Todos seguro de buena fe, con el común denominador cultural de la aspiración a una vida placentera y barata, al ritmo del consumismo, bajo la ley del más fuerte y la divisa de “sálvese quien pueda”.

Joe Biden, a quienes muchos culpan de la derrota de su partido por no haber cumplido su promesa de irse a tiempo, para que se hubiese podido escoger democráticamente un candidato capaz de enfrentar al republicano, cargado de cuentas con la justicia, sabe muy bien que medio país ve las cosas de otra manera y no ha desaparecido del escenario.

En su mensaje de despedida, el presidente saliente hizo advertencias que vale la pena reseñar y tener a la mano mientras se desarrolla la anunciada sucesión de hechos de cuatro años bajo un gobierno exótico que aspira a impactar al mundo.

Advirtió sobre lo que llamó “peligrosa concentración de poder en manos de unas pocas personas ultra ricas y las peligrosas consecuencias que puede tener si no se controla su abuso de poder”. Sostuvo que en los Estados Unidos está surgiendo “una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que literalmente amenaza toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicos y la oportunidad justa para que todos salgan adelante”.

Protestó contra las “poderosas fuerzas” que pretenden desmontar las medidas tomadas para afrontar la crisis climática, para servir a sus propios intereses. Y dio la señal de alarma ante el peligro que para una democracia representa “la concentración de poder y riqueza, que erosiona el sentido de unidad y de propósito común y causa desconfianza y división”.

Ante todo eso, pidió que se llame a cuentas a las plataformas de redes sociales y que la Inteligencia Artificial, en lugar de representar amenaza a los derechos, la forma de vida y la privacidad, sea segura, confiable y buena para toda la humanidad.

También resaltó la importancia de la división de poderes y reclamó reformas fiscales para que los multimillonarios sean obligados a “pagar lo que les corresponde”, se regulen mejor las contribuciones a las campañas políticas, se limite el periodo de los jueces de la Corte Suprema y se prohíba a los congresistas negociar acciones de empresas mientras ocupen sus curules.

Como corolario de sus propuestas de reformas, que en todo caso no pudo hacer durante su mandato, pidió, como con nombre propio, una reforma constitucional que elimine la inmunidad del presidente de la Unión mientras esté en el cargo, sobre la base de que “el poder del presidente no es ilimitado ni absoluto, y no debería serlo”. Algo razonable desde el punto de vista de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, e importante para la supervivencia de la democracia, aunque parezca por ahora un detalle del fragor de la batalla política en la que puede terminar inmiscuida una Corte Suprema.

El eventual cumplimiento de estas admoniciones, hechas desde la misma cumbre del poder que cambiará de manos el 20 de enero, significaría una mutación importante hacia una acelerada división social, generadora de duras confrontaciones sociales hasta ahora inéditas de los Estados Unidos.

Hacia el resto del mundo, además del reiterado menosprecio por los aliados europeos, la amenaza del uso del arma de los aranceles y el énfasis en el freno a las ambiciones globales de China, los anuncios del nuevo presidente respecto de Groenlandia, Panamá, Canadá y el Golfo de México, evocan los de la jefatura del gobierno alemán en la primera parte del siglo XX, y de manera más precisa aquella época, entre 1870 y 1936, en la que Gran Bretaña, Francia, Italia, y los mismos Estados Unidos, adoptaron propósitos imperiales para a asegurar ventajas económicas y estratégicas, que justificaron como si le estuvieran prestando un servicio a la humanidad.

Los anuncios referidos recuerdan el de Jules Ferry, primer ministro de Francia en 1885, para justificar la toma de Madagascar. También el de Joseph Chamberlain, Secretario para las Colonias, cuando dijo que los británicos eran la raza gobernante mejor preparada para civilizar naciones atrasadas. Y el argumento de Mussolini cuando quiso hacer a Italia grande, en memoria del Imperio Romano, y se lanzó a la conquista de las que hoy son Libia, Eritrea, Somalia y Etiopía.

A la manera de las viejas potencias imperiales, las propuestas de ahora son expresión de creencias concebidas con ínfulas de todopoderoso, que buscan crear un estado de opinión interno favorable a esas aventuras, como elemento fundamental, reiterado en todos los imperios, de alimentar ambiciones populares de superioridad y “grandeza”.

En pocas horas comenzará para unos el festín y para otros el desasosiego del desarrollo del nuevo gobierno de los Estados Unidos. Por ahora, se viven los días de euforia que son consecuencia del triunfo electoral, mientras llega la hora de resolver problemas que no figuraban en ningún programa.

Ojalá podamos ver terminada en 24 horas la guerra de Ucrania. Por lo demás, los contadores están en ceros mientras se esperan los resultados de la baja generalizada y sostenida del costo de vida, el triunfo en la “guerra de aranceles”, la deportación más grande de la historia, el intento de hacerse a Groenlandia, la retoma del canal de Panamá y la anexión del Canadá como un Estado más de la unión, en contra de la soberanía de la Gran Bretaña.

Todo mundo está plenamente advertido de la posible ocurrencia de cosas que hace poco eran inimaginables. Aunque jamás hay que descartar la reiteración del “parto de los montes”.

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