El silencio de Gaza

Editorial
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El cese al fuego no es un suceso. Es un silencio expectante, una pausa que se desliza entre los escombros y las voces que nunca dejan de resonar, aunque nadie las escuche. En Gaza, ceder las armas no significa tregua; significa un espacio vacío que insiste en llenarse de preguntas y de ruinas. Cada cese al fuego es un parpadeo en el ojo de la tormenta, un repliegue de las olas que pronto volverán a romper sobre la orilla. ¿Qué es lo que realmente se detiene?

Desde lejos, observamos el titular: “Cese al fuego en Gaza”, y respiramos como si hubiésemos soltado un peso que nunca fue nuestro. Nos aferramos a esa frase como si su música apaciguara el desasosiego; como si decirla fuera suficiente para anclarla en la realidad. Pero Gaza no es el lugar del silencio; es el lugar del eco. Las balas pueden descansar por un momento, pero el aire sigue cargado de gritos antiguos, de nombres pronunciados en despedidas involuntarias, de lamentos que encuentran siempre nuevas formas de ser pronunciados.

El cese al fuego también es un simulacro de esperanza. ¿Qué queda cuando se apagan los fuegos? Los edificios que no cayeron parecen tambalearse ante la ausencia de los que sí; los cuerpos que sobreviven se mueven con la memoria de los que ya no pueden. En el vacío, en esa suspensión de los disparos, el tiempo también queda detenido. ¿Cómo avanzar en un lugar donde el futuro es una condición tan imposible como la paz? Gaza, la ciudad donde el presente se alarga interminablemente, también se convierte en la trinchera de quienes insisten en imaginar que hay algo más allá de la violencia.

El cese al fuego no es un acto de bondad, sino un acuerdo de desgaste. Se pacta porque la destrucción también necesita respirar, y los actores principales del teatro de la guerra requieren tiempo para reabastecerse, para reconectar sus narrativas y consolidar sus acusaciones. Pero en Gaza, las pausas no son para descansar; son para recontar las pérdidas, para buscar entre las ruinas lo que aún puede ser identificado, para aprender de nuevo el significado de vivir al borde de lo insoportable.

Y sin embargo, es también en esa pausa donde lo humano insiste en florecer. Los niños juegan sobre las piedras, los ancianos narran las historias que sobrevivieron al último bombardeo, las mujeres cocinan con lo que queda y, en sus manos, el fuego del hogar es un desafío a los fuegos que arrasaron con las calles. El cese al fuego no es una victoria; es un interludio en el que la humanidad muestra su terquedad. Gaza respira, aunque el aire sea denso. Gaza espera, aunque lo haga sin certezas.

Cada cese al fuego es un recordatorio de que la paz, si llega, no será un acontecimiento monumental. Será un proceso infinitamente más frágil y menos espectacular que el estallido de las bombas. Será la acumulación de pausas como esta, de silencios que no ceden al ruido. Será el arte cotidiano de reconstruir sobre un suelo que se niega a ser firme. Y aunque el titular diga “cese al fuego”, lo que realmente se detiene es la fantasía de que el conflicto es un problema de otros. Cada pausa exige que miremos; que veamos cómo los escombros se convierten en semillas, o en nuevas armas. Que nos preguntemos, también, cuál es nuestra parte en ese eco que nunca deja de repetirse.

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