La tormenta que desató el propio presidente Macron cuando en junio pasado disolvió la Asamblea Nacional y llamó a elecciones relámpago, en las que fue derrotado, no ha hecho sino crecer. La caída del gobierno de su primer ministro Michel Barnier, luego de la censura parlamentaria que lo obligó a renunciar, puede dar inicio a una turbulencia más intensa que la de los últimos meses.
Desde la fundación de la Quinta República, bajo una Constitución diseñada para la talla del General De Gaulle, las instituciones francesas han funcionado bajo un esquema que combina crematísticas del régimen parlamentario y elementos del sistema presidencial, con un presidente que de verdad preside y tiene prelación respecto de las grandes decisiones del Estado.
Esas grandes decisiones incluyen el manejo del poder nuclear, la representación internacional del país y la potestad de designar un primer ministro y cambiarlo cuando lo crea conveniente. Sólo que éste debe contar con apoyo suficiente en la Asamblea Nacional para que sean aprobadas las leyes que proponga. Como en cualquier parlamento típico, la Asamblea puede censurar al gobierno, caso en el cual el presidente nombra uno nuevo.
Cuando un partido de oposición al presidente resulta ser mayoritario en la Asamblea, el jefe del Estado, sin perder del todo su poder, se ve obligado a designar jefe de gobierno a un representante de esa mayoría opositora y “cohabitar” con él en un reparto de funciones molesto para ambos. Con voluntad de hacer funcionar la República, este esquema funcionó cuando fue necesario.
La situación de ahora es distinta. Macron no es De Gaulle. Su idea, gaullista tal vez, de disolver la Asamblea para frenar la amenaza de la derecha radical, obtener apoyo en las elecciones inmediatas y consolidar su poder, no funcionó.
Lo cierto es que la Asamblea quedó partida en cuatro, sin que nadie haya obtenido nítida mayoría para gobernar. Una alianza de izquierda, el Nuevo Frente Popular, resultó primera en los comicios. El partido de Macron de segundo. La derecha radical de Marine Le Pen, tercera, y los tradicionales republicanos, de centro derecha, en último lugar dentro de los grandes partidos.
En Francia no existe la tradición de hacer coaliciones de gobierno, como, en cambio, es usual en Alemania. Por eso la idea de armar una entre varios partidos no funcionó. Entonces Macron resolvió designar a un republicano, del partido del cuarto lugar, confiado en que sus dotes diplomáticas, mostradas como jefe de la negociación del Brexit, permitiría un gobierno con apoyo precario, capaz de convencer a los partidos de votar leyes con sensatez, mientras hay nuevas elecciones, que según la Constitución sólo pueden tener lugar dentro de diez meses.
Además de las razones presupuestales y de coyuntura política que presentó Marine Le Pen para hacer caer al gobierno, no deja de figurar en el cuadro su afán de precipitar una elección presidencial, ante la inminencia de una decisión judicial por el presunto uso indebido de fondos del Parlamento Europeo, que, si sale en su contra, la dejaría inhabilitada para concursar por la presidencia, su sueño dorado, en 2027. Mientras que, según su agenda, si ganara prontamente la presidencia, tendría inmunidad.
Todo converge ahora en la figura y la persona del presidente Macron. Por una parte, debe buscar nuevo primer ministro bajo circunstancias inéditas.
Por otra parte, debe afrontar la tormenta que tiene por objeto sacarlo del poder. Las circunstancias institucionales no dan para que el presidente tenga que dimitir. Por el contrario tal vez, como él mismo lo acaba de afirmar en una alocución trascendental, su oficio es el de señalar el rumbo del país y buscar la convivencia por encima de las fuerzas de caos, que en sus palabras obraron con irresponsabilidad en busca del caos, en actitud contraria al compromiso con la República, que es tradición y fortaleza de Francia.
De una vez Macron anunció que, en nombre de la ciudadanía a la cual se debe integralmente, pues no gobierna solo para quienes votaron por él, designará un premier ministro capaz de conciliar las aspiraciones de los diferentes partidos, que no podría ser sino alguien escogido por sus calidades “técnicas”, para que el país pueda marchar no solamente hasta una nueva ocasión de elegir parlamento sino también presidente, luego del período que se propone terminar.
No sería raro que, a partir de estas circunstancias, Macron lograra conectarse de nuevo con la ciudadanía y rematar su período presidencial siendo más cercano y mejor entendido. Para adornar sus argumentos de optimismo, recordó cómo en cinco años quedó reparada la Catedral de Notre Dame después de la catástrofe del incendio y cómo fue posible realizar exitosamente los Juegos Olímpicos. Consideraciones válidas, aunque nadie puede garantizar en política resultado alguno cuando existe una dosis elevada de sentimientos e impulsos difíciles de prever.
Por ahora, el presidente ha perdido fuerza al interior de un país afectado por la deuda pública, la desazón y el deterioro del clima político e institucional. También su posición internacional es más débil, justo por las mismas razones, sintetizadas en sus derrotas políticas, pues ha caído del control total del parlamento, en su primer período como presidente, al de la incapacidad de su partido para formar por su cuenta un gobierno.
Por ahora, estas no son buenas noticias para la solidez de la Europa Comunitaria y la fuerza política y estratégica del mundo occidental. Si se tiene en cuenta que el canciller alemán ha quedado en interinidad porque su gobierno también cayó, la famosa alianza franco alemana, considerada “motor de la Unión Europea”, está más débil que nunca. Habrá que voltear la mirada hacia Giorgia Meloni, que ha resultado mucho más sensata y confiable de lo que todos esperaban. Su discurso en favor de los valores occidentales y su compromiso con Europa son buena carta de presentación.