Tareas de la diplomacia austral

Editorial
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Aunque no lo quisiera, Australia tiene la obligación política de jugar un papel activo en el gran escenario del Índico y el Pacífico. Si bien en poderío económico y militar, y en influencia política, por delante de ella van los Estados Unidos, China, Japón, India, Francia en su versión de ultramar y Rusia en su versión asiática, el país más grande de Oceanía constituye a la vez un polo de atracción migratoria y ejerce como representante inobjetable del mundo occidental en una amplia región del planeta. 

Ningún gobernante australiano puede orientar la marcha de su país sin tener en cuenta las manifestaciones crecientes de influencia china en materias económicas y políticas en todos los rincones de la compleja geografía indo-pacífica, que considera campo natural de presencia, promoción y defensa de sus intereses. Razón por la cual australianos y chinos han sostenido ya por mucho tiempo una relación llena de altibajos, con intervención velada de poderes occidentales, por lo general en apoyo de Australia, como representante de su modelo político, su organización económica y su tipo de sociedad. 

Anthony Albanese, quien a nombre de los laboristas asumió hace un año como primer ministro de Australia, cerró en noviembre un ciclo de más de seis años de distanciamiento con China, al reunirse en noviembre pasado con el presidente Xi Jinping en medio de la reunión del G20 en Bali. Los dos países quedaron otra vez en términos de hablarse. El último bajón en las relaciones se había iniciado en 2918, cuando el gobierno conservador de Scott Morrison consideró que los chinos, principales socios comerciales de su país, se entrometían en la vida política australiana y consiguió prohibir la acción de Huawei, portaestandarte chino de las comunicaciones, a través de la red 5G en la gran isla oceánica. Todo se agravó más tarde cuando ese mismo gobierno, en 2020, solicitó una investigación sobre los orígenes de la pandemia del Covid, con lo cual los chinos se sintieron ofendidos y consideraron que el gobierno australiano “había envenenado las relaciones bilaterales”.

En ejercicio de una política pragmática y realista, Albanese le puso a su ministra de relaciones exteriores, Penny Wong, la tarea de buscar un reencuentro con los chinos. Ella, de origen chino por el lado paterno, al tiempo que se empeñó en una acometida de presencia australiana en la región en la que China y Australia compiten por el ejercicio de influencia, se reunió con su entonces homólogo Wang Yi y sentaron las bases de ese reencuentro que abrió un nuevo capítulo que permitiría pensar que, en medio de una velada competencia, China y Australia puedan ser socios al menos comerciales y lleven adelante una relación menos tensa y más productiva para las partes. 

Como no se trata de juego aislado de un contexto más amplio, el primer ministro Albanese no solamente debe ocuparse del nuevo diseño de unas relaciones fluidas con occidente, sino fortalecer alianzas con otras potencias asiáticas. Dentro del primero de esos propósitos, ha tenido que enmendar las relaciones con Francia, afectada por la inverosímil decisión del gobierno conservador australiano, que anuló súbitamente la compra de submarinos franceses para comprárselos en cambio a los Estados Unidos. Francia tiene intereses en la región indo-pacífica, donde sus territorios de ultramar le confieren más del 90% de su Zona Económica Exclusiva, y donde busca poner en práctica su idea de jugar un papel como “potencia mediadora, inclusiva y estabilizadora. 

La India figura ahora, en palabras de Albanese, como “un socio de seguridad de primer nivel”.  De manera que, además de dar un nuevo impulso a las relaciones económicas, que se piensa concretar en un Acuerdo de Cooperación Económica Integral, los dos países no solamente consolidan su compromiso bilateral de seguridad, sino su participación en el Grupo QUAD, con los Estados Unidos y el Japón, dentro del propósito de contrarrestar la influencia de China. 

Aparece, no obstante, un aspecto difícil de manejar, que según el tino del gobierno australiano puede fortalecer u opacar la euforia de la visita a la capital india. El tema surgió cuando, en medio de la tradicional cordialidad propia de los indios en los momentos solemnes, el primer ministro Narendra Modi pidió al australiano proteger los templos indios presuntamente vandalizados por partidarios del movimiento Khalistan, que busca crear un estado independiente para los Sikhs en la región del Punjab. 

El movimiento se ha hecho fuerte en Australia y Canadá, destinos importantes de migración de población india y de miembros de la comunidad Sikh. No hay que olvidar que Indira Gandhi fue asesinada por dos de sus guardaespaldas sikhs como represalia por la orden que dio en 1984 de evacuar por la fuerza el Templo Dorado, lugar más sagrado de los Sikhs, tomado por miembros del Khalistan, acción de violencia extrema que terminó en tragedia.  

En medio de las maniobras complejas de la diplomacia de nuestro tiempo, no dejan de aparecer vestigios de los malos arreglos del desmonte de los imperios coloniales europeos en otros continentes, y tampoco de las confrontaciones con fondo religioso, capaces de contaminar nuevos procesos y convertirse en elemento a tratar en el contexto de nuevas necesidades de conducción de la política exterior. En este caso en un escenario de un mundo en el cual las acciones políticas difícilmente pueden ser aisladas.