Dolor, justicia y resistencia

Editorial
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La guerra profundiza la vulnerabilidad de mujeres y niñas en todo el mundo y Latinoamérica no es la excepción: miles de ellas han sido asesinadas, desaparecidas, desplazadas, violentadas sexualmente, reclutadas o viven bajo amenazas de grupos armados, una realidad que, a la vez, revela la resistencia femenina en búsqueda de justicia.

La situación en las zonas de conflicto de América Latina, donde mujeres y niñas siguen viviendo y resistiendo los efectos de la violencia, ya sea como desplazadas, migrantes o habitantes de áreas de combate, es difícil y más aún difícil es resolver este problema. La vulnerabilidad mayor es la violencia y ser utilizadas por actores armados, pero hay otras condiciones también complejas, que se presentan en grupos aún más frágiles, como las migrantes o desplazadas.

Datos de la ONU confirman que la población femenina es uno de los principales blancos en la guerra: en 2021 se reportaron 3.293 casos verificados de violencia sexual cometidos contra mujeres y niñas en 18 países, incluido Colombia. Un año antes se evidenciaron al menos 35 asesinatos de mujeres defensoras de derechos humanos, periodistas o sindicalistas en 7 países afectados por conflictos.

L a guerra en Guatemala, 1960-1996, fue uno de los mayores conflictos armados en América Latina de las últimas décadas, junto al de El Salvador y el de Colombia, más de 250.000 personas fueron asesinadas o desaparecidas y unas 30.000 mujeres fueron víctimas de violencia sexual.

En el caso de El Salvador, no existe un registro oficial de cuántas mujeres participaron o resultaron afectadas en la contienda entre 1980-1992, que enfrentó al Ejército, financiado por EE.UU., con la entonces guerrilla Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Fmln y dejó 75.000 muertos y unos 8.000 desaparecidos. Lo que sí se sabe, es que la Fuerza Armada no buscó golpear a la guerrilla, sino a la población civil y la mayoría de víctimas de las masacres eran niñas, mujeres y ancianos. Ambos países mantienen heridas abiertas pues miles de personas, en su mayoría madres, hijas y esposas, siguen buscando a familiares desaparecidos y hay numerosos procesos en curso por abusos y matanzas, como la del Mozote, en 1981, en la que en tres días más de mil hombres, mujeres, niños y niñas fueron asesinados por el Ejército salvadoreño.

Una de las estrategias de esta guerra sucia es utilizar los cuerpos de las mujeres en los que muchas veces tiene lugar el conflicto. Un impacto medido, claro, reiterado y deliberado porque es una manera de marcar el territorio, de marcar una victoria o de humillar al enemigo.
Es el caso de Haití, el país más pobre de América y donde la ONU da cuenta de violencia sexual contra mujeres y niñas, así como de menores reclutadas, en el marco de la actual ola de crímenes por parte de bandas armadas, que han convertido a las ciudades, incluida la capital, en campos de batalla.

La misma lacra ha signado a Colombia, sacudida durante décadas por una guerra entre guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, bandas criminales y el Ejército y donde los actores armados se inscribieron en los cuerpos de las mujeres, los marcaron, los violentaron, los destrozaron.
Las mujeres han sido las grandes víctimas; la violencia sexual es bastante fuerte por parte de todos los grupos armados del conflicto que nunca se fue pese a la firma de la paz.

Las historias de miles de mujeres se suman a las de cientos de latinoamericanas en riesgo por su trabajo en defensa de la tierra, el medio ambiente y los derechos de sus comunidades. De acuerdo con ONU Mujeres, la defensa del territorio es una causa profundamente conectada con la vocación femenina de transformación y es una de las de las razones que las pone en una situación mayor de vulnerabilidad; lastimosamente Latinoamérica es la región del mundo más peligrosa para estos activistas, cuando 166 defensoras del medio ambiente fueron asesinadas entre 2015 y 2019. Por eso, es imperativo atender el nivel de violencia al que se exponen estas mujeres, al confirmar el hostigamiento y ataques contra las defensoras de sus países y de sus tierras.

Aún hay una limitada participación femenina en los procesos de paz: entre 1992 y 2019 solo el 13 % de los negociadores, el 6 % de los mediadores y el 6 % de los signatarios en procesos importantes de paz eran mujeres. Sin embargo, cientos de latinoamericanas han asumido por su cuenta un rol de líderes comunitarias y de búsqueda de reparación.

Guatemala se convirtió en referente de justicia en crímenes de violencia sexual, pues lograron que exmilitares y exparamilitares fueran condenados por los abusos en la comunidad indígena de Sepur Zarco, ya que las mujeres han sido las que abrieron el espacio de lucha para la recuperación democrática y la reivindicación de la paz.


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