No devorarse a sí misma como nación

Editorial
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 Yogi Adityanath, Ministro Jefe del Estado de Uttar Pradesh, ordenó demoler con bulldozer unas casas ilegales cuidadosamente seleccionadas. Hasta ahí, estaba de alguna manera en su derecho, aunque así no se arreglan los problemas de vivienda. Pero las casas habían sido construidas y eran el hábitat de musulmanes como Mohammed Javed, supuestamente involucrados en recientes desórdenes de protesta por las ofensas proferidas en contra del Profeta Mahoma por dignatarios del partido de derecha nacionalista Bharatiya Janata, que gobierna la India.

Los comentarios, irrespetuosos e indebidos, proferidos, entre otros, por Nupur Sharma, portavoz de ese partido, que no se repiten aquí para evitar darles circulación, eran obviamente susceptibles de adquirir significación política y convertirse en combustible volátil dentro de una confrontación suscitada por diversos actos que la comunidad musulmana considera violatorios de la libertad de cultos. Dentro de ellos figuran críticas a la forma como los musulmanes oran, con sus “ruku” hasta tocar el suelo con la frente, la comida sujeta a códigos complicados, incluyendo las prescripciones del Ramadán, el estatuto de las mezquitas y la disputa en torno a la prohibición de que las estudiantes musulmanas lleven la cabeza cubierta con hijab.

Otra vez aflora la más grave de las controversias de la India contemporánea, cargada con la simiente de efectos devastadores y presente desde el momento mismo de la independencia respecto del Imperio Británico: la que protagonizan hindúes y musulmanes, estos últimos minoritarios y objeto frecuente de segregación, que habitan el país con el temor permanente de falta de garantías para el libre desarrollo de sus actividades religiosas y privadas. Precisamente aquello que Muhammad Ali Jinnah adujo en ese momento dramático para pedir que a los musulmanes de la India les crearan un país diferente, debido a lo cual nació Pakistán.

Los esfuerzos de resistencia pacífica de Mahatma Gandhi sirvieron para conseguir la independencia, pero no valieron para evitar el desenlace divisorio externo e interior de la India.

La peor equivocación del liderazgo político puede ser la de echar a una nación por el precipicio de la discordia. Semejante despropósito es, por definición, un crimen.

En la medida que subsiste la combinación de diferencias religiosas con el marginamiento económico y social de los sectores musulmanes, está sembrada en la India de hoy, y abonada con equivocaciones de la clase política, una crisis mayor.

Bueno es saber que, en tratándose de afrentas al islam, el problema no se limita al espacio político indio, sino que, automáticamente, dispara señales de alarma que llaman a la movilización de organizaciones político militares y de países enteros comprometidos con la fe musulmana en un ejercicio de militancia que puede tener, y tiene en muchos casos, dimensiones no solamente religiosas, sino políticas, económicas y militares. Así lo demuestra, en el primero de los casos, la disposición manifiesta de Al Qaeda de irrumpir en el escenario con sus conocidas modalidades de acción, que incluyen el terrorismo suicida. Además de coincidir en considerar a los infractores como nacionalistas extremos, todo termina en desmanes, ante los cuales no falta quien, como el ministro de Uttar Pradesh, mande el bulldozer a destruir selectivamente viviendas, mientras su oficina de publicidad publica un trino con la fotografía correspondiente, acompañada de una vengativa proclama que desvirtúa las credenciales de cualquier estado de derecho: “elementos revoltosos, recuerden que cada viernes viene seguido de un sábado”.

Las protestas musulmanas de respuesta se extienden por diferentes regiones, particularmente después de las oraciones del día sagrado del viernes. Arden vehículos y resultan asaltadas sedes del partido de gobierno. Subsisten programas de televisión en los que el islam se puede sentir acorralado. Se anuncian Fatwas sancionadoras, y todas las partes de una confrontación desordenada sacan sus mejores armas y montan sus alianzas para prevalecer.

El gobierno ha permitido que se confunda la cautela con el temor a revolver los sentimientos de una mayoría de derecha a la que ahora representa. Si el incendio causado no se apaga cuanto antes, es posible que doscientos millones de ofendidos, al interior de la India, y de pronto sus aliados extranjeros, pasen a la acción de reclamo bajo diferentes modalidades, que pueden ir desde la diplomacia hasta el terrorismo.

Si el Primer Ministro Narendra Modi, su gobierno y su partido, desean ser consecuentes y atinados en hacer lo que les corresponde, durante su turno en el poder, para contribuir a que la India avance en su propósito de convertirse en una potencia de talla mundial, deben actuar con tino y medida suficientes para evitar que la “autofagia” dañe las entrañas de ese país enorme, poderoso y promisorio por otras mil razones.

No hay que darles a las naciones motivos para que se devoren a sí mismas. 


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