La furia de gobernar

Editorial
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Parece que los radicales sólo pudieran gobernar con furia. Como si entendieran su oficio de la manera más elemental, y con frecuencia brutal, reducido a la impartición de órdenes. Como si gobernar fuera solamente mandar. Como si esa fuese fórmula única e infalible para conseguir sus propósitos, que desde su óptica se concretan en la obediencia de los demás. De manera que siempre buscan imponer su voluntad. Sin oposición. Sin alternativas. Como si fueran dueños exclusivos del buen criterio y de la verdad. Como si solo a ellos les correspondiera interpretar la historia del pasado y sentar las bases de la del futuro. Y punto.

Ahí están los talibanes, instalados en el poder en Kabul, endulzando el oído de los políticos y los medios de los fugitivos occidentales “campeones de la democracia” con un discurso que no se escucha ni se tiene en cuenta en las provincias; en ese país profundo donde en una semana retrocedieron más de veinte años y no se respeta ni a las mujeres ni a los que no hagan profesión de fe y muestren sometimiento absoluto a las obstinaciones del nuevo régimen.

Ahí está el presidente brasileño sacando gente a la calle a que lo defienda ante la inconformidad de ciertos sectores, y amenazando con profundizar el retroceso de la historia de su país, después de hacer de la pandemia un manejo burlón, desconocedor, arrogante y carente de consideración con las víctimas, que terminaron puestas por debajo de las consideraciones económicas.

Ahí están monarcas a la antigua, que todavía quedan, aferrados al poder y haciendo gala de todo lo que han podido hacer quienes ocuparon su lugar a lo largo de los últimos siglos. Con socios occidentales capaces de ir a bailar “danzas de espadas” bajo el efecto de un embrujo tiránico que no deja de tener adeptos, o por lo menos admiradores, en el que se ha considerado hasta ahora mundo democrático. Como en Arabia Saudita.

Ahí están dictadores en la cola y a la cabeza de dinastías deificadas que lavan el cerebro de la gente con la idea de que sólo los miembros de una familia tienen como destino señalar el destino de todo un pueblo. Como en Corea del Norte. Otros que a nombre de la dignidad permiten que su pueblo viva en condiciones indignas, mientras sostienen la consigna de echarles la culpa a otros. Como en Cuba o Venezuela. Y no falta quien imparta la orden de que a todo criminal, o sospechoso, se le debe ejecutar en el acto. Como en Filipinas. Ni quien se haga elegir indefinidamente, echando a la cárcel al que se le atraviese, o desviando aviones para capturar opositores o disidentes. Como en Nicaragua o Bielorrusia.

Tampoco faltan pequeños comediantes, aprendices del arte de gobernar, que a través de “diplomáticos” improvisados no tienen pudor para mermarles gracia, alma, ánimo, respeto y prestigio a unos escritores al clasificarlos como neutros, esto es insípidos, y mostrarlos como objetos intrascendentes en una feria del libro, mientras a otros los tratan de ocultar, para que no vayan a hablar mal del gobierno en un escenario donde a unos y otros ya los conocen y los respetan suficientemente por su propios méritos. Como en Colombia.

El péndulo de la voluntad política de los pueblos, allí donde existió una tradición de trayectorias más o menos predecibles entre derecha e izquierda, ya no oscila entre esos dos puntos de atracción, como pudo suceder en la segunda mitad del siglo XX, sino que se mueve de un lado para otro en medio de una explicable incertidumbre. Razón por la cual el acierto en la búsqueda del camino a seguir, en cada sociedad conforme a sus particularidades, es al tiempo un reto y una obligación que se debe asumir cuanto antes.

En esa búsqueda será necesario estar en estado de alerta para no caer en la trampa del populismo, hábil por naturaleza en buscar los atajos que conducirían al autoritarismo, de pronto por la vía electoral, que es el blindaje tras el cual se han logrado parapetar en el poder unos cuántos jefecitos con médula de autócratas.

De manera que si bien es urgente reforzar la participación popular en la vida política, en busca de avances democráticos, dicha participación, fortalecida, se ha de centrar en los elementos esenciales de una propuesta de sociedad abierta, libre, propositiva, optimista, creativa, respetuosa de la existencia de puntos de vista alternativos y de una vez sabedora de la necesidad de una sana oposición política.

Ante la impotencia frente a la necesidad de que se aceleren los procesos históricos de esos países que ahora figuran en la lista de los regímenes autoritarios, hasta que se vean rayos de aurora en medio de la angustia por noches ya muy largas, allí en donde todavía se puede hay que insistir en el avance de la democracia, aprovechando todas las oportunidades posibles. Pero hay que hacerlo con unos puntos fundamentales en claro, y con la atención abierta para no caer en manos de redentores, sabelotodo, acomodadores de verdades, ilusionistas de una ilustración que no tienen, pero sobre todo furiosos autoritarios encubiertos, que cuando llegan al poder desatan tragedias.



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