Obligación de solidaridad

Editorial
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El mundo debería entender que, en el manejo de la pandemia, tiene la oportunidad y la obligación de realizar el ejercicio de solidaridad más grande de la historia.
De ese ejercicio depende la posibilidad de sobrevivir y de organizar un mundo mejor. La pandemia ha puesto a prueba todos los requerimientos posibles de la tarea de gobernar. También ha puesto a prueba el ejercicio de la ciudadanía y las prácticas de la libertad. El acierto ante esos retos debería conducir a resultados de beneficio común, si todos quisiéramos contribuir.

La irrupción súbita de problemas de salud, en miles de casos con consecuencias fatales, debido a la acción de un enemigo invisible, las limitaciones logísticas para atenderlos, la ausencia de remedio preexistente, la urgencia de prevenir males peores como en un juego inevitable de adivinanzas, el reclamo de todos los sectores sociales por el impacto en el bienestar de cada quién, los anuncios de desgracias futuras, las limitaciones nunca vistas al funcionamiento ordinario de todo el planeta, desde las comunicaciones internacionales hasta la vida de barrio, y el clamor por alguien que ayude a detener el asalto de la mente al cuerpo, como consecuencia de un encierro obligado e inevitable, han sumido al mundo entero en un proceso que se hace cada vez más complejo, al tiempo que pospone la solución de problemas que no han desaparecido y que estaban en turno para resolver.

Los gobiernos de todos los países y de todos los niveles, además de su oficio ordinario, se han visto ante la obligación de satisfacer requerimientos nuevos de todos los sectores sociales. Y han tenido que acertar en la toma de decisiones sobre problemas que no figuraban en el paisaje, ni en ningún proyecto político, y mucho menos en el presupuesto.

Se ha desatado, además, un desfile de fantasías retóricas y seudo científicas que coronan como pontífices y supuestas “autoridades mundiales” a unos mensajeros de la desgracia que estarían, ellos sí, diciendo la única verdad y dispuestos a salvar al mundo en contra de la arremetida de una manada de científicos juiciosos que en China, India, el Reino Unido, los Estados Unidos, Suecia y Rusia, estarían, con el apoyo de gobiernos y agencias y organizaciones de salud, todos equivocados y alienados al servicio de una conspiración para acabar con la humanidad, cuando a la hora de la verdad lo que los une es el propósito de combatir un virus letal.

No hay que cerrar la puerta a la exigencia elemental de que una situación extraordinaria requiere acción colectiva, generosidad y sobre todo solidaridad. No se puede hacer caso omiso de la identidad del verdadero agresor original contra la salud y las libertades que, por ser invisible, resulta difícil de fotografiar y de advertir a simple vista, como lo sería un tanque de guerra o un avión.

Una brillante profesora de relaciones internacionales ha observado lo paradójico de la conducta de muchachos que, en países europeos, se rebelan contra las medidas de aislamiento, sobre la base, cada vez más deleznable, de su invencibilidad, porque piensan que el contagio acaba solamente con los viejos. No han caído en cuenta de que, si se tratara de la lucha contra un enemigo convencional de la sociedad de la que forman parte, serían ellos, y no los viejos, quienes estarían a estas horas abandonando su casa, como ha sucedido tantas veces en ese continente, para ir al frente de batalla a exponer su vida en defensa de su nación.

Curiosamente, ante cada reclamo, justificado y veraz, se utiliza el altavoz para amplificar todas las quejas, pero casi nadie saca a relucir los argumentos más elementales, que conducirían a sensibilizar a todos los sectores de la sociedad sobre la urgencia de asumir el compromiso colectivo de remar en la misma dirección frente a un problema del cual las víctimas somos todos. Compromiso que debería comenzar por atender las indicaciones de las autoridades de salud, que además recomiendan la vacunación, que en tiempo récord ha sido puesta al servicio de esta causa universal. No pensarán que con la fórmula de la indiferencia se llegará a doblegar un virus que ha producido ese espectáculo macabro de tumbas en serie para recibir a las víctimas del contagio.

Es preciso entender que por encima de los intereses individuales existe una dimensión colectiva de la seguridad en salud, que busca la preservación de la vida de los demás, y el bienestar de la sociedad, a la que es moralmente obligatorio contribuir. No se cierran ciudades y países por martirizar a la gente sino para evitar los efectos de un ataque devastador que, si no se maneja a tiempo, traerá consecuencias cada vez más graves y aterradoras. No se trata de ninguna confabulación de gobiernos de toda orientación, para molestar a sus pueblos, dejando de lado tantas cosas que tienen por hacer, después de ver truncados sus propios proyectos políticos.


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