Una madre para la nación

Editorial
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La llegada de mujeres a los cargos de mayor significación política no debe ser interpretada como una ruptura sino como un avance de civilización. Es más, debe llegar el momento en el que la condición de género no sea noticia ni motivo de diferenciación.

Con la elección de Katerina Sakellaropoulou como Presidenta de la República Helénica se cierra un larguísimo paréntesis de ausencia de las mujeres griegas en el iconostasio visible de los grandes protagonistas de la vida nacional, dominado desde hace varios siglos por figuras masculinas, bajo la sombra del patriarcado. Realidad muy diferente de la que prevalecía antes de que la mujer pasara a la discreción, cuando no a la clandestinidad, con la llegada del cristianismo, que vino a suprimir ese mundo antiguo en el que existía una especie de paridad entre lo masculino y lo femenino, con veleidades homófilas y apasionados entronques con los dioses. Paradigma de libertad que luego se encriptó.

Desde la tribuna de su condición de madres, en un balcón o una terraza, frente a un horno, o desde su mecedora de ancianas, las mujeres griegas no solamente señalaron el destino de sus hijos, sino que resistieron a lo largo de siglos los embates incesantes de una lectura del mundo que trataba de identificar lo femenino con lo efímero, lo débil, lo secundario o lo sumiso. Así lograron ir más allá de lo “histérico”, tremendo nombre si se tiene en cuenta que “hístero” es la denominación griega de matriz. La crianza de sus hijas les permitió, entonces, mantener viva la llama de una vocación por el liderazgo que tarde o temprano tenía que encontrar el camino para llegar al reconocimiento y la ocupación de lugares de poder sobre la base de méritos indiscutibles.

Al aprobar la designación de Katerina Sakellaropoulou, los representantes de la voluntad popular, tanto de derecha como de izquierda, no solamente han venido a poner fin al monopolio masculino de los puestos de mando en la vida política, con una votación contundente de 261 de los 300 votos posibles en el seno del parlamento.

Hubo emperatrices bizantinas que jugaron con maestría el juego del poder, y además hicieron que muchos hombres murieran pensando que habían sido en esta vida guerreros exitosos, gobernantes o conquistadores inigualables o, en ocasiones, eficientes seductores, cuando todo lo que llegaron a ser fue instrumentos de guerra, piezas de ajedrez político o proveedores de placeres efímeros.

Hubo guerrilleras temibles, en el Epiro del Norte y en todas las comarcas, que armadas de fusiles manejados con maestría se convirtieron no precisamente en espantapájaros de intrusos sino en fuerza de resistencia y combate en defensa de los intereses de una nación pequeña que, si no luchaba, podía perecer. La imagen de Laskarina Bouboulina, con ojos cristalinos, todavía vigila e inspira respeto en el sitio que domina visualmente la bahía de Spetses, como lo hizo cuando, convertida en la primera almirante de la naciente armada griega, no solamente gastó su fortuna para mantener una flota que peleó contra los turcos en la batalla definitiva de Nafplio, sino que participó, de igual a igual con los hombres, en el diseño de la nueva Grecia.

Por eso en las aldeas más remotas hay pequeños monumentos que recuerdan el valor de mujeres de hijos criar y armas tomar, capaces de defender su territorio hasta la muerte, y de entregar la vida antes que rendirse ante uno u otro de la larga lista de salvajes invasores que a lo largo de los siglos trataron de quedarse con pedazos del suelo helénico.

El Primer Ministro, Kyriakos Mitsotakis, dijo que con la elección de la nueva presidenta se abre una ventana hacia el futuro, que permite avanzar hacia la tercera década del Siglo XXI con mayor optimismo. Seguramente tiene razón, pues al romperse el cascarón del encierro, se ha desatado un torrente que seguramente llevará a muchas más mujeres a consolidarse como líderes no solo de la vida política y de la acción del Estado, sino como orientadoras de la sociedad, oficio para el que tienen el bagaje de la experiencia, hasta ahora oculta, de haber vivido tantos siglos, ya ayudado, desde el fondo de cada hogar, lo mismo que desde las trincheras, a la supervivencia de una nación que lleva su sello.

La formación francesa de la presidenta griega le ha conferido ese sello imborrable de apego a los principios democráticos y republicanos y a la militancia en el esfuerzo permanente por darle vigencia, en la vida cotidiana, al Estado de Derecho.