Ahora, solidaridad

Editorial
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Al comenzar la prueba más exigente a la que haya estado expuesta jamás, la sociedad colombiana tiene a la mano una oportunidad excepcional de salir fortalecida. También corre el riesgo de auto infligirse roturas difíciles de reparar. En manos de todos está que nuestro destino sea el uno o el otro.

La disciplina, ese bien tan escaso y evasivo, tanto como la obediencia a las autoridades, han irrumpido con éxito y proporciones no vistas en nuestra vida cotidiana, así sea por la presencia de una fuerza de coerción insobornable como la de ese enemigo invisible que amenaza con la muerte a quien se le oponga. Pero vale. Solo ha bastado el buen criterio de las autoridades, y la toma más bien oportuna de decisiones, para que el país entero marche, por fin, en una misma dirección.

El imperio de la ley, de paso, se ha visto reforzado bajo la misma lógica, y con ello una especie de respeto mayoritario y arrollador por el Estado de Derecho en diferentes manifestaciones, comenzando, afortunadamente, por el ejercicio del poder de autoridades locales recién elegidas y en uso de ese periodo de gracia que les permite contar todavía con un margen aceptable de credibilidad.

Muy distinto, y muy precario, habría sido todo esto si alcaldes y gobernadores no hubieran podido obrar con la autonomía y la capacidad propositiva de ahora y hubieran formado parte de esa estructura piramidal de la Constitución anterior, en cuya lógica todo habría dependido, desde un principio, de aquello que ordenara, o dejara de ordenar, el palacio presidencial.

El encierro en casa, o la obligación de refugiarse en algún sitio a manera de hogar, significa un ejercicio generalizado de encuentro de cada individuo consigo mismo, y al tiempo una nueva edición, sorpresiva y reveladora, de las relaciones familiares y la puesta en evidencia, más nítida, de fronteras y puentes entre generaciones. Nuevas formas de hábitat, sin viaje al trabajo, y de relaciones interpersonales de puertas para adentro, van a producir el fortalecimiento de lazos afectivos y familiares, lo mismo que también rupturas, divorcios, reconciliaciones, y hasta un “baby boom” para los meses finales del año.

Nuevas formas de vivir barrios, veredas, ciudades, aldeas y campos, harán su aparición, para dejar hacia adelante costumbres de naturaleza colectiva que tendrán consecuencias en las relaciones sociales, la acción cívica y la participación política. También nuevas dinámicas en las relaciones entre los poderes territoriales y el gobierno central, con exigencias de concertación, lo mismo que de equilibrio entre nuestras regiones, ojalá sobre la base del común denominador del fortalecimiento de una colombianidad democrática.

Ya, de hecho, estamos dando un salto hacia la virtualidad que modificará para siempre nuestro sistema educativo, nuestra forma de relacionarnos con las autoridades para efectos administrativos, y el funcionamiento de empresas de toda índole. Los alcances de ese torrente pondrán al país más al día con transformaciones globales, pero habrá que tener cuidado para que no desaparezcan valores de contenido humano y queden rezagados sectores sociales que formarían un sub mundo separado del progreso.

Parecería que se asoma una forma más civilizada de gobernar, que nos saque del modelo del Siglo XIX, cuando los elegidos se encerraban en el palacio a dar palos de ciego y los derrotados montaban ejércitos para derrocarlos. El diálogo permanente entre gobierno y oposición, emprendido por el Presidente de la República, no se debe limitar a las angustias del momento, sino que debe ser fluido, como ejemplo para todas las instancias de la vida pública, con el efecto de esa pacificación de los espíritus que es base de una paz verdadera.

La capacidad del país para afrontar problemas comunes debe salir fortalecida. Nuevos conceptos de la defensa y la seguridad deben aparecer ante enemigos como el que ahora debemos afrontar y que posiblemente volverán a arremeter en el futuro, como muchos lo habían previsto. Nuestro país ha vivido experiencias dolorosas de guerras fratricidas, pero no ha tenido que afrontar, de verdad, a un poderoso enemigo común. Ahí estamos, ahora, ante el ataque de un enemigo que no tiene en cuenta esa antipática y ofensiva división de la sociedad colombiana por estratos sociales. Los diferentes sectores de la sociedad colombiana deben comprender que la guerra contra este enemigo exige un paréntesis de generosidad y solidaridad alimentado por la contribución de todos, absolutamente de todos, con algún sacrificio de sus ingresos y sus ambiciones, para garantizar el futuro.

No resulta éticamente sostenible, ni políticamente inteligente, exigir que haya grupos aferrados a su vocación exclusiva de ganar siempre y cuyo “sacrificio” consista apenas en diferir o posponer sus ganancias, a costa del sacrificio verdadero de los demás, que terminan pagando las cuentas de un accidente de la historia del que no son responsables, mientras los primeros se quedan quietos, como si no formaran parte de esta sociedad y no tuvieran obligaciones frente a ella.