Aislada, dividida, y esperanzada

Editorial
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger


Aunque los fervientes partidarios del Brexit digan que lo que buscan es el disfrute de la insularidad, lo cierto es que, mientras la Gran Bretaña no construya nuevas redes, de toda índole, para reemplazar a sus socios europeos con aliados inevitablemente lejanos, deberá pagar el precio de un inocultable aislamiento.

Si todos, en las islas británicas, o al menos tantos como para armar una mayoría contundente, hubieran estado desde un principio de acuerdo con la salida de la Unión Europea, la empresa de andar ahora sueltos sería más fácil. Pero siempre existió, y subsiste, una oposición convencida e ilustrada, que no está de acuerdo con el retiro de la Europa comunitaria.

Así lo expresan en Londres, mientras en Escocia exigen un referendo en busca de independencia, que les permita retornar a la Unión Europea, así sea a costa de la disolución del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Región esta última aterrada por el temor al retorno del pasado. Al aislamiento se suma entonces la división de opiniones y aspiraciones de los ciudadanos.

Para paliar las preocupaciones de unos, y aumentar las de otros, de cada lado también surgen esperanzas. Los que votaron ilusionados por salirse de las instituciones comunitarias, esperan conseguir alianzas con países que consideran afines, como los Estados Unidos, Australia, la India, y el resto de los antiguos dominios del Imperio Británico.

A las naciones les conviene, de vez en cuando, vivir alguna mutación que les permita sacudirse de una situación indeseable e iniciar una nueva era. Pero la condición necesaria para el éxito de aquello que se propongan es que haya un acuerdo aceptable sobre cada crisis y la forma de manejarla. Cuando los argumentos para el cambio son precarios, y peor aun cuando provienen de oportunistas y no de estadistas, el rumbo a seguir será errático. Si la coyuntura involucra a varias naciones, el problema se vuelve todavía más complejo. Como sucede en el Reino Unido, que aloja a Inglaterra, Escocia, Gales y parte de Irlanda, además de esa nación mixta de inmigrantes que provienen principalmente de antiguas colonias.

El espectáculo posterior resultó inverosímil. El Parlamento modelo desautorizaba pero no le quitaba el apoyo a una Jefe de Gobierno que tampoco lograba convencerlo de lo que había negociado con Bruselas. La oposición no se atrevía a alinearse con el retorno y tampoco con la realización de nuevas elecciones. La incertidumbre crecía, no solo dentro sino fuera de las fronteras. El contagio del nacionalismo populista amenazaba, y amenaza todavía, con extenderse a la Europa continental. Hasta que llegó Boris Johnson, que cuando era niño quería ser “rey del mundo”.

Bufón para muchos, héroe de fábula para sus seguidores, indescifrable para el resto, dueño en todo caso de un carisma indudable, que crece con su irreverencia y desenfado, Johnson consiguió triunfo arrollador en unas elecciones que bien habrían podido ser una especie de referendo, otra vez, sobre la membresía de la Unión Europea, pero que tampoco se puede decir que no lo fueron. Y ahí está, con acuerdo de salida aprobado y términos cumplidos, listo para liderar la nueva etapa de la vida de un país para el cual el mismo Boris sueña con ser un nuevo Churchill. Para ello mostró ya el gusto que le produce nadar contra corriente, y no se inmutó al pedir el cierre del Parlamento, ni al recibir la noticia de que una corte había echado para atrás la medida.

El período de transición, que ocupará el año 2020 con obligaciones pendientes y sin chistar respecto de nuevas reglas comunitarias, correrá el telón de horizontes y problemas no solamente externos sino activos al interior de una sociedad seriamente dividida. Los países del antiguo Imperio no son ya los mismos. China puede ser una oportunidad o una amenaza. India anda suelta por su cuenta. Los americanos no tienen claro su horizonte. Y en la celebración de nuevos acuerdos, los antiguos socios europeos no tienen por qué facilitar que los británicos se queden ahora con los beneficios y sin las cargas que les llevaron a romper una alianza que, por lo demás, robustecía a Europa y le había traído un periodo excepcional de paz y reconciliación.

Hacia la media noche del 31 de enero, frente al parlamento escocés se exhibieron banderas de la Unión Europea, y en los bares de Glasgow y Edimburgo se ahogó en el mejor whisky la amargura de un retiro que la mayoría de los escoceses ha rechazado y que disparó otra vez el llamado a la independencia. Entre tanto, el brindis en la recepción ofrecida por el Primer Ministro en el número 10 de Downing Street de Londres, para celebrar el momento del Brexit, se hizo con vino espumoso británico, en lugar de champaña. Allá verá cada quién a qué le supo.


Más Noticias de esta sección