Dimar: una tumba sin todas las respuestas

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Revista Semana

Don Jorge Manuel Torres evitaba visitar la tumba de su hijo. No había vuelto desde aquel día en que lo enterró, rodeado de sus vecinos de la fría vereda Campoalegre, en Convención, Norte de Santander.

Regresar a la cima de la montaña donde está el pequeño cementerio cubierto de neblina significaba volver a rodar por la mente la amarga secuencia de los hechos. Don Torres, como le dicen quienes lo conocen de toda la vida, tomó bríos, fue hasta el camposanto y se arrodilló al lado de la tumba, decorada con florecitas de plástico y unas cuantas materas con rosas. Luego se tapó los ojos con un pañuelo y lloró por varios minutos. Cuando se incorporó, dijo con voz entrecortada:

Qué daño el que hizo esa gente

Don Torres se refería al Ejército de Colombia, y más específicamente al cabo segundo Daniel Eduardo Gómez Robledo, a quien la Fiscalía le imputó el delito de homicidio en persona protegida.

El suboficial mató a Dimar Torres Arévalo el 22 de abril y minutos después cavó una fosa en la tierra arcillosa que aún es posible ver en la vereda Carrizal, a 20 minutos en moto de donde vive Don Torres. El hueco está en un terreno inclinado, a unos 50 metros de la carretera destapada, en la que dos testigos vieron por última vez a Dimar cuando el cabo lo requisaba.

Dos días después del crimen, el ministro de Defensa, Guillermo Botero, dio varias entrevistas –que a la postre resultaron contradictorias con lo que constató la Fiscalía– en las que relataba la versión del cabo. Decía Botero que los hechos se habían presentado en una cañada, donde el militar intentaba establecer contacto con el teniente John Blanco, con quien había perdido comunicación. Y que hasta allí había llegado Dimar para arrebatarle el arma, luego de lo cual habrían forcejeado hasta que se oyó el estruendo de los disparos.

En sus declaraciones, Botero nunca tuvo en cuenta las denuncias de los campesinos de Campoalegre, que habían grabado a los soldados cuando negaban conocer el paradero de Dimar. Si no hubiera sido por los labriegos, hoy tal vez el país estaría hablando de una desaparición. En efecto, ellos encontraron el cadáver en un barranco cerca de la vía, así como la fosa recién cavada no muy lejos de allí.

A un mes y ocho días de los trágicos acontecimientos, hay ya algunas certezas, así como varios cabos sueltos en la historia. Por un lado, la Fiscalía logró determinar –al contrario de lo que aseguró Botero el 28 de abril a Darío Arizmendi, en Caracol Radio– que el suboficial Gómez Robledo no fue consistente con las versiones que dio tras la muerte de Dimar.

En el interrogatorio, el militar contó que le había disparado al desmovilizado en defensa propia una vez este lo intentó despojar del arma. Y que todo había ocurrido en cuestión de segundos. Pero en una ampliación bajo la gravedad de juramento aseguró que había alcanzado a tener una charla tensa con su víctima durante unos cuantos minutos, antes de descargarle una ráfaga.

Según la Fiscalía, ninguna de las dos versiones es cierta. El cabo detuvo a Dimar en la carretera y ahí mismo le disparó cuatro veces. Después arrastró el cuerpo 15,4 metros, con lo que manipuló abiertamente la escena del crimen. Y luego cavó, con ayuda de varios compañeros, una fosa que no logró terminar ante la llegada de los campesinos.

Un periodista de Semana estuvo en el lugar del crimen y logró comprobar lo que aseguraba la comunidad desde el comienzo: que en el sitio donde funcionaba la base Sinaí del Ejército en Carrizal no hay cañada alguna. Uno de los habitantes de la zona dijo: “Aquí antes la gente tiene problemas para conseguir el agua”.

Durante este tiempo ha rondado la pregunta de qué otros militares pudieron haber estado involucrados directa o indirectamente con el asesinato. O incluso con su ocultamiento. Hasta el momento, el único imputado es el cabo Gómez Robledo. Y hay dos uniformados más en la mira: el teniente Blanco, a cargo de la base de 32 solados; y el coronel Jorge Armando Pérez Amézquita, comandante  del Batallón de Operaciones Terrestres n.º 11, a quien imputarán por el presunto delito de favorecimiento por ocultamiento.

La Fiscalía tendrá que establecer hasta dónde llegó la cadena de mando de militares que supieron de primera mano lo ocurrido e intentaron desviar la investigación. La noche del 22 de abril fue más larga de lo creído hasta ahora. El cabo Gómez Robledo asesinó a Dimar a las 5:30 de la tarde, y solo a las 4:30 de la madrugada del día siguiente quedó registrado oficialmente que el teniente Blanco llamó a sus superiores para avisar de lo ocurrido. ¿Qué pasó en ese lapso? ¿Qué llamadas hicieron y quién llamó a quién?

Resulta imposible, según la teoría que maneja la Fiscalía, que el cabo Gómez Robledo haya actuado solo. Uno de los campesinos del grupo que halló el cadáver de Dimar asegura haber contado por lo menos unos ocho soldados sudorosos y fatigados. “Todo el grupo que estaba aquí sabía lo que habían hecho porque el cabo solo no estaba haciendo ese hueco”, le dijo un testigo a Semana. Se refería a esos mismos uniformados que intentaron persuadir a los campesinos para que no entraran al campamento, allí mismo donde encontraron el hoyo, varias palas y un balde con aguda de panela.

Desde que mataron a Dimar, Don Torres ha tenido que volver a pedir trabajo en fincas para desyerbar o arrancar yucas. Eso no sería problema si a sus 74 años no se estuviera quedando sin vista y si no sintiera a veces que la espalda se le parte en dos de tanto agacharse. Dimar veía por los viejos. A veces, mientras rastrilla con el azadón, Don Torres se queda mirando al vacío y estalla en llanto.

–Ellos no tenían por qué quitarme a Dimar, me dejaron sufriendo fue a mí –dice, mientras se pasa las manos por la cara como intentando deshacer su gesto de desespero.

Para ir a Campoalegre, primero, hay que llegar a Ocaña y, luego, tomar un bus hacia Convención, un municipio al que algunos recomiendan no ir a menos que allí lo conozcan de tiempo atrás. Por sus calles empinadas se siente la tensión a cada paso. Un rostro foráneo de inmediato despierta sospechas. A comienzos de este mes, y sobre la vía más comercial y concurrida, asesinaron al comerciante José Juan Reyes Rendón. Dos días antes había muerto un joven llamado Róbinson Vergel.

En esta zona del Catatumbo hay una guerra declarada entre la banda criminal de los Pelusos (o Epl) y la guerrilla del Eln. La llegada a la zona de la Fuerza de Despliegue Rápido n.º 3 del Ejército ha complicado la situación. Hombres de este comando patrullan por el pueblo día y noche. En las paredes de varios negocios hay letreros de las Farc-EP recientemente tachados con aerosol. Algunos habitantes consultados por Semana dicen que el Epl extorsiona a los comerciantes, y estos se preguntan con miedo cómo es posible que asesinen gente a plena luz del día con tantas autoridades alrededor. 

El trayecto de Convención a Campoalegre dura una hora y veinte minutos. Y no es tanto lo lejos, sino los peligros que, según los campesinos, acechan a lo largo de ese exuberante paisaje que ofrecen las montañas de la cordillera Oriental. Al lado de la carretera, se divisan enormes cañones poblados de palmas, helechos, balas y ceibas. A 15 minutos de Campoalegre aparece en la vía un caserío llamado Miraflores, allí mismo donde Dimar fue a comprar dos rulas el 22 de abril a eso de las cuatro de la tarde.

Unos dos kilómetros más adelante está Carrizal, el punto exacto en el que el cabo le pidió a Dimar detenerse y luego le disparó. Desde aquel día, el Ejército abandonó la base. Unos 50 campesinos llegaron al descampado y comenzaron a levantar con palos y lonas de fique lo que pretenden que sea dentro de poco un barrio. “Nosotros no queremos que el Ejército se vuelva a tomar este punto. ¿Por qué? Ya todo Colombia conoció este caso, y nosotros no vamos a permitir nunca que ellos vuelvan a este lugar”, dice uno de los pobladores.

Desde lo alto, Campoalegre se ve como un pesebre. Pero en la entrada hay un muro de cemento con un grafiti que dice: “Eln, presente”. Este grupo armado y los Pelusos tienen también una guerra de consignas. Por donde pasan van dejando letreros a modo de advertencia a los campesinos y a sus propios enemigos.

Aún hoy, la gente de la vereda se sigue preguntando por qué el cabo mató a Dimar si desde que se desmovilizó con las Farc estaba dedicado a la finca y tenía casi aprobado un proyecto de gallineros. En la primera indagatoria ante la Fiscalía, el cabo Gómez Robledo intentó justificar el crimen al asegurar que Dimar era un explosivista del Eln y que ya le venía haciendo seguimientos de inteligencia.

Sin embargo, no obra en el proceso una orden judicial para tales actividades. No existía tampoco una de captura, ni siquiera un proceso abierto. El fiscal que le imputó los cargos al cabo halló, al contrario, testimonios y documentos que acreditaban que Dimar se había dedicado de lleno a las tareas agrícolas.

Los militares implicados en el pasado en los falsos positivos hacían pasar por guerrillero al cadáver de un civil desarmado. Y en el Catatumbo lo saben bien: el año pasado, asociaciones de la región llevaron ante la JEP 158 casos de presuntas ejecuciones extrajudiciales ocurridas en la región entre 2005 y 2008. Cuando ocurrieron los hechos del 22 de abril, un campesino que vive cerca de Campoalegre recordó que una vez un militar paró a uno de los vecinos para obtener información sobre Dimar, quien tenía los pies torcidos por una enfermedad congénita llamada pie equinovaro: “Iba cruzando por un lugar que se llama Llana Alta, y le preguntaron qué hacía el ‘chuequito’ allá en la vereda; de golpe se estaban imaginando algo de él”, dice. Don Torres lleva la tristeza a cuestas. Dice que su vida se acabó con la muerte de su hijo.

–Qué daño el que hizo esa gente —vuelve a repetir, parado en frente de su casa. Por su lado pasa una fila de niños recién bañados que van para la escuela. Al fondo, una casa de fachada verde encendido tiene un letrero rojo que dice “Farc-EP”. Una escena, una vieja postal repetida tantas veces en el conflicto colombiano.