Reflexión Viernes Santo

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No es la historia de un fracaso, aunque el último acto del drama del Calvario fue la sepultura de Jesús, sino el testimonio de su exaltación y glorificación (cf. Jn 12, 23-26; 13, 31-33) cuando llegó la hora tantas veces anunciada en el cuarto evangelio en el contexto de la voluntad divina y de su plan de salvación de los hombres (cf. 18, 11.30; 19, 11). Por eso la última palabra de Cristo en la cruz, recogida por este evangelista, fue: “Está cumplido” (19, 30). Era la constatación de que se cerraba el paréntesis de la existencia terrena del Hijo de Dios que, aun “siendo de condición divina… se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”(Fl 2, 6a.8).

Pero todo lo que había sucedido desde el prendimiento en el huerto de los olivos hasta la crucifixión, lejos de haber manifestado la debilidad de Jesús, fue en realidad la demostración de una singular soberanía frente a sus acusadores y delante del mismo gobernador romano Pilato. Se aprecia así lo que afirma la Carta a los Hebreos: “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte” (Hb 2, 9;cf. Fil 2,8ss.). En efecto, el evangelista san Juan no espera a la resurrección para mostrarnos al Cristo glorioso. Su triunfo sobre el pecado y su manifestación suprema como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvarnos, se hace patente en la muerte en cuanto retorno, ahora con su humanidad transformada, a la gloria que tenía antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). Por eso los ornamentos sacerdotales del Viernes Santo son de color rojo, el color de la sangre y del martirio, el color del triunfo. Pero la victoria de Cristo no exime a sus discípulos, mientras estamos en este mundo, de l participación en la pasión de Cristo mediante el sufrimiento. 

El misterio de la cruz de Cristo no puede dejar a nadie indiferente. Dentro de unos momentos va a ser introducida en nuestra asamblea litúrgica la imagen del Crucificado y se nos invitará a mirarla y adorarla. Al hacerlo tratemos de comprender aquella lo que pone de manifiesto y que el mismo Señor señaló en una ocasión aludiendo a su elevación en la cruz: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17; cf. vv. 14-15). Pero reconocer ese amor de Dios no solo no exime sino que exige poner en práctica también el amor al prójimo. Recordemos, a tal efecto, las palabras de san Juan en su I Carta: “En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros.

También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos… Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (1 Jn 3, 16.18). Esta es la señal de que verdaderamente “hemos pasado de la muerte a la vida” (3,14).