Todo, menos democrático

Editorial
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Mal puede ser democrático un régimen en el que el "demos" obedece por décadas a un jefe que cree saber de todo.
Cuando generaciones enteras han vivido convencidas de que solo una persona sabe conducir a la nación, han pasado todos esos años durmiendo sobre su propia esterilidad política. Porque nadie sabe tanto ni sobre tantas cosas, como para ser el único que determina qué rumbo debe tomar un país. Los jefes políticos tienen una vigencia limitada, y tal vez el peor mal que pueden hacer es pretender quedarse en el mando hasta que se mueran; porque una cosa es valorar la sabiduría de los ancianos y otra muy distinta es sufrir sin apelación las consecuencias de su decrepitud.
La existencia de comicios no alcanza a convertirse en un disfraz creíble para regímenes autoritarios, dirigidos por caudillos que se creen inspirados y portadores únicos de la mejor interpretación sobre el destino de su pueblo. La especie de demencia que afecta a esos auto iluminados, termina generalmente por estancar el progreso. Y la mejor expresión de la tendencia al estancamiento, es la formación de una clase particular de áulicos y beneficiarios de la endogamia política, que trae el afán de permanecer en el poder. La formación de auténticas generaciones de relevo, debe ser una de las premisas de credibilidad de cualquier régimen con aspiraciones democráticas, así conscientemente las postergue para el turno siguiente, cuando llegue. Entre más abierto sea a nuevas interpretaciones de la historia, hacia atrás y hacia delante, tanto mejor. Y entre menos vínculos de sangre y menos intereses entrelazados permita, serán mejores las garantías de progreso.
Contra los rumores sobre su muerte, y seguramente contra los deseos ocultos de muchos, el 20 de enero, Robert Mugabe apareció otra vez en público, a sus ochenta y nueve años en su residencia oficial, para aceptar condolencias por la muerte de su hermana Bridget. Entonces quedaron borradas las especulaciones sobre su estado de salud y sobre sus ausencias del país durante varios días bajo la forma de vacaciones.
Dueño y señor del escenario político de Zimbabue, desde los Acuerdos de Lancaster House en 1980, que aplaudimos en su momento como un triunfo de las reivindicaciones democráticas y del África negra, en contra de la segregación racial instaurada en la entonces Rodesia, Mugabe acaba de cumplir sus primeros noventa años de vida y no ha perdido la oportunidad para pontificar sobre todos los asuntos posibles.
Incólume y altivo, como de costumbre, nadando contra la corriente, confiado en su trayectoria de dueño del poder a lo largo de más de treinta años, y sin pestañear ante la evidencia de los errores que sus gobiernos han cometido, Mugabe continúa oficiando como un maestro de la procastinación, cuando se trata de vislumbrar su relevo. Ya ha hecho pactos distintos, lo mismo que ha ejercido sin contemplaciones sus prerrogativas y ha metido la cabeza, y al país entero detrás de ella, por senderos que han llevado la economía a una postración nunca vista. Ha resistido el embate de sanciones y exclusiones de parte de socios y amigos de la Commonwealth. Y todavía tiene tranquilidad suficiente para anunciar que en el debido momento se tratará el tema de su reemplazo.
Como todas las naciones embarcadas en el liderazgo de gobernantes autoritarios y además longevos, la fila para sucederlo nunca ha sido grande, al menos en público, y para muchos resulta mejor no estar en ella. Pero el tiempo avanza y la amenaza de su partida se vuelve cada día más cierta, porque no hay cabecilla eterno. Por eso cada día que pasa se acerca inexorablemente el fin de un régimen cuyas cuentas se harán claras sin que él esté presente para ocultarlas. Sin perjuicio de que tantos años de preparación le hayan permitido diseñar una transición a su medida, que como la de otros regímenes autoritarios, tal el caso de Corea del Norte, curiosamente terminan por devolver el reloj del desarrollo político mediante el retorno abierto a un nuevo modelo de dinastías.