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De fotos y recuerdos

Columnas de Opinión
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«Recuerdos que volaron lejos

o que los armarios encierran;

cuando está por cambiar el tiempo,

como las heridas de guerra,

vuelven a dolernos de nuevo.»

Joan Manuel Serrat - los recuerdos

Con una gran distancia en el tiempo, encontré entre cachivaches un álbum de fotografías tamaño mediano, con carátula de color verde que tiene en el medio la figura de un conejo vestido con overol, y mi nombre completo impreso con plateado en una esquina.

Son fotos sujetas a hojas de color gris oscuro con esquineras negras, que recogen parte de mi historia en los primeros tiempos. La primera es de mi madre con una cosita de nada acunada en sus brazos, que por tener cabeza, pelo y dos puntitos negros se presume que es un niño; ese era yo recién nacido. Faltan la mayoría de fotos, sólo quedaron las esquineras como indicativo de que ahí estuvo alguna. Más adelante hay una en la que mi padre en cuclillas me sostiene de pies, y otra más en la que me tiene alzado en brazos como quien exhibe un trofeo; viste él de blanco, tanto pantalón como camisa; por el respaldo de las fotos se lee: «J. A. 3 meses».

Siguen fotos en las que pedaleo un triciclo por lo que más tarde sería la avenida Campo Serrano, visto pantalón corto y calzo zapatos combinados de blanco con marrón o negro, por el envés se lee: «J. A. 2 años», corría, pues, 1949. Recuerdo bien que todas las tardes pasaba por ahí un señor que trabajaba en el Correo Aéreo y a esa hora iba de regreso con su carretilla, siempre se detenía, me montaba y me paseaba hasta la esquina de la calle San Antonio o 20 y se devolvía; de eso había una foto, mas ya no aparece. Siguen, entre espacios vacíos, apenas señalados por las esquineras, fotos en las que aparezco con mi hermana mayor sentados en el bordillo de la puerta, se aprecia que ella se mantiene con su vestido en orden mientras yo tengo parte de la camisa por fuera.

Otra foto me muestra sentado, cruzado de piernas y sin zapatos, en un asientito hecho en madera y paja tejida, que todavía se conserva. Siguen fotos con disfraces de pierrot, de tigre, de vaquero, de marino tocando tambor, de corzo. Una interesante fotografía en la que registro de pantalón largo, camisa de mangas largas, corbata a rayas transversales y bastón en la mano derecha. Termina la última página, ya nos habíamos trasladado a la calle de la Cruz, con fotografías de la primera comunión: saco azul turquí y pantalón crema, que me serviría más tarde de uniforme en el colegio San Luis Beltrán.

Vivíamos en esa primera época en la esquina de la calle Tumbacuatro o 19 en cruce con carrera 5ª, en una casa de esquina con terraza. Al nacer, mi madre tenía preparado, además de los pañales, talco y demás cosas para niños, el álbum de fotografías. A ninguno de los cinco hijos le faltó.

Eran fotos en blanco y negro tomadas por mi mamá con una cámara kodak 127, que mandaba a procesar en el estudio del señor Franco Barros en la calle de «La cárcel» o 14 y en foto A. Gutiérrez, en la calle «Tumbacuatro», en tamaño 6 x 9 centímetros. Esa cámara de foco fijo, con una sola opción de luminosidad, tenía un buen rango entre luz del día a pleno sol y nublado, además, el trabajo de laboratorio era de muy buena calidad, lo que arrojaba unas fotos excelentes; testimonio del buen ojo fotográfico de mi madre.

Años más tarde hice mis primeros pinitos en fotografía con esa cámara. Pero esa es otra historia que se cerró y no tengo interés de abrir ni recordar. Precisamente, todo este periplo me viene de hallar entre mis cosas bolsas y cajas con viejas fotografías mías, de familiares y extraños. El tiempo y un instante de la existencia congelados gracias a los efectos de la luz y las reacciones que produce en el bromuro de plata. Es algo de magia pensaron los aborígenes. Se roba parte del alma opinaron otros.

Las fotos del pasado obran como catalizador para encender nostalgias, que sería lo de menos, pues no está de más dar una vuelta o recorrido por lo que fue y ya no volverá.

La parte álgida está en revolver demonios y hacernos creer que el eterno retorno es algo así como el reencuentro en un paraíso en permanente primavera, que los tiempos pasados fueron mejores y podemos detenernos en ellos, culminando con agudas crisis existenciales, reflejadas en inconformidades y sentimientos de frustración, confrontándolos con el ahora.

Por ello cuando observamos a una persona viendo fotografías, podemos apreciar en ella la cantidad de gestos y muecas que hace con los labios y los suspiros que emite, sin descontar que algunas lágrimas rueden por su rostro. Es posible, me atrevo a plantear, que exista una edad límite para ver fotografías; cuando nos hacen reír y festejar momentos pasados, pero superado ese límite ya no tiene ninguna gracia ver qué tanto hemos envejecido y cambiado.