La falsa democracia

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Escrito por:

Ignacio Pareja Amador

Ignacio Pareja Amador

Columna: Reflector Mundial

e-mail: reflectormundial@yahoo.com.mx

Twitter: @Nacho_Amador 



Existen ciertos temas que parecen ser intocables, que por su naturaleza tienden a imitar aquellos viejos dogmas que detuvieron el progreso del mundo durante el Medievo, tópicos que pocas veces se discuten porque cuentan con el consenso global y que por lo tanto son difíciles de examinar desde una perspectiva compleja, pero que sí pueden analizarse desde la base de los argumentos que los sostienen. Uno de ellos, el que hoy nos concierne es la democracia o en palabras más cercanas, "el gobierno del pueblo".

Si bien es cierto, la democracia es un término ampliamente aceptado y buscado a lo largo del globo como un ideal para el buen funcionamiento del Estado, también lo es que cada país la ejerce a su manera, adaptando el término a sus condiciones internas e incluso confundiendo el aspecto de la "representatividad" con la búsqueda de intereses individuales, o ciertamente equivocando el papel del servicio público, al verlo como un trampolín de poder y dinero que puede ser el impulso perfecto para madurar una fortuna y prestigio a través de las generaciones.

Sin embargo, en esta ocasión no hablaremos de la degeneración de muchas prácticas políticas de facto, sino que reflexionaremos en este Reflector Mundial acerca del fundamento que sostiene nuestro Sistema de Representación Popular; nuestros mecanismos de elecciones, en pocas palabras hablaremos de aquel vínculo que une a la ciudadanía con los poderes del Estado, o sea los partidos políticos.

La idea sobre la cual se fundamenta la existencia de estos entes políticos es generosa: aquel partido que goce con la venia del pueblo tendrá la capacidad de mantenerse en el poder. Para ganar el fervor popular el partido que llega al gobierno buscará administrar de la mejor manera posible al país, querrá que todos los actores del mismo obtengan beneficios. El éxito de un gobierno es por consecuencia un acercamiento para que el mismo partido continúe gobernando.

Esta idea de transición sobre la base de la evaluación de un rendimiento gubernamental es lo que hace que la democracia, como decía Norberto Bobbio, sea la forma de gobierno menos mala de las que han existido en la historia del hombre.

Cuando nos adentramos a las realidades por lo menos de nuestra región (América Latina) nos damos cuenta que en muchos casos, el hecho de que un partido político se mantenga en el poder, por razón de su eficiencia gubernamental, puede tentar a la competencia partidista a boicotear al gobierno para dar pie a la transición democrática, al cambio de poderes, basándose en acciones que desestabilizan a la administración pública.

Esto es: frenar todas las iniciativas, propuestas y reformas desde cualquier trinchera, llámese Parlamento, Congreso, sindicatos o simplemente con el uso de grupos de presión civil que buscan perturbar al gobierno sobreponiendo sus intereses futuros en detrimento de los intereses presentes de la colectividad.

Muchas veces la competencia democrática termina por hacer de los instrumentos jurídicos las armas perfectas para descontrolar a un país desde adentro, porque a ningún partido de oposición le conviene que el que gobernó en el poder triunfe, pues sus logros seguramente se convertirán en votos para futuras elecciones, sino pregúntenle a José Serra en Brasil que fue un espectador en la pasada elección presidencial, que incluso quiso favorecerse de la popularidad de Lula, la cual alcanzó para que llegara la primera mujer presidenta a gobernar al país más poderoso de América Latina.

En cambio hay países como México, donde no se ha visto un apoyo de la oposición a las iniciativas del ejecutivo, donde quedan pendientes grandes reformas estructurales (educativa, fiscal, modernización del Estado) e incluso donde las marchas y plantones ahogan a los civiles, quienes muchas veces se sienten secuestrados en sus propias ciudades, pues la autoridad no actúa para dar pronta solución a estas manifestaciones.

La propuesta en este sentido es simple: hay que cambiar nuestra percepción de la democracia, anteponiendo sobre toda competencia el bienestar de nuestros países, que es al final de cuentas el interés nacional que persigue cualquier pueblo en el mundo.

Evitemos caer en el conflicto del Fénix; aquella lucha eterna entre la perseverancia contra la tendencia al fracaso, entre la esperanza contra la realidad. Nuestros países cuentan con las capacidades, la voluntad y el amor por la tierra suficiente para que nuestros representantes populares vean en el progreso la mejor bandera para competir, eso sí, hasta en la competencia hay niveles y cuando éstos son rebasados careciendo de consenso, la simple lucha del poder por el poder acaba condenando a un Estado a vivir permanentemente en el subdesarrollo.



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