Zozobrar en libertad

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Normalmente me gustan las historias marinas, trágicas y dolorosas como algunas son. Tal vez ello sea así porque mi sangre viva corre pareja al vaivén de las furiosas olas de la Mar Océana que me vieron nacer, libérrimo. Pero hay una anécdota en particular que siempre me ha causado especial simpatía, más allá de las suspicacias que durante 62 años recién cumplidos se han alimentado, quizás no sin razón: el desprecio por el camino fácil mostrado por el capitán danés Henrik Kurt Carlsen, quien, entre el 29 de diciembre de 1951 y el 11 de enero de 1952 se mantuvo solo y aislado, renuente a abandonar su barco zozobrante -como ya lo habían hecho los demás-porque "Mi deber es con mi nave: permaneceré con ella y la traeré de vuelta, o la veré hundirse".

Carlsen lideraba un aparato de construcción gringa en plena Guerra Fría, y murió a los 75 años de edad en los Estados Unidos; o sea, su vínculo con el país del norte era notorio, y no lo ocultaba, pues desde los veinticuatro años trabajó y vivió allí. Ello, sin embargo, no me parece motivo suficiente para descalificar su arrojo, como no ha faltado quien lo haga: si Carlsen transportaba material de guerra, es lo mismo que si hubiera llevado pasajeros.

El hecho limpio es que él se negó a dejar su tarea abandonada, pasara lo que pasara, en un descampado oceánico, con la costa inglesa a más de 60 kilómetros, padeciendo el oleaje que amenazaba hundir por completo, a cada segundo -como una espada de Damocles-, a su maltrecho navío…, todo esto ambientado con el frío invernal de esa parte del mundo, durante tal momento del año.

Trece días con sus noches estuvo este hombre de familia en soledad, deslizándose dentro un bote inclinado, agrietado y moribundo, mientras esperaba un lento apoyo de tierra que, en últimas, nunca llegó; o, quién sabe si sólo había estado tratando de salvaguardar su honor.

Pues aunque la causa del accidente fuera natural, al ser doblemente impactado su vehículo acuático por una de esas olas giganteas que destruyen cualquier cosa, es dable pensar que el valor del comandante suicida se puso a prueba en razón de la convicción propia de que tenía que cumplir con su trabajo más allá del deseo de vivir.

¿O no? ¿O no sería apenas así?: ¿o quería Carlsen, además, con eso que hizo, vencer su miedo a la muerte, a la oscuridad? ¿Acaso se estaría poniendo a prueba a través de la excusa perfecta, y quería saber de qué estaba hecho en realidad?

Se ha dicho que los actos de coraje, realizados cuando no hay nada que perder, no son reales. Yo creo que eso es verdad. Pero Carlsen tenía 37 años, y mujer e hijos, y una carrera bien encaminada; entonces, ¿por qué jugarse la vida sin estar obligado a hacerlo, y cuando sí había por qué vivir, en apariencia al menos? Muchos se lo han preguntado.

El capitán, como lo transcribí arriba, expuso simplemente, en su momento, a teoría del deber para con su nave, muy a la vieja usanza, muy político. Sin embargo, yo creo que hay algo más, algo que no era el vano afán de protagonismo, como también pudiera pensarse.

El terco dinamarqués fue rescatado, finalmente, instantes antes de que el barco se fuera a dormir con los peces para siempre, como si él hubiera estado esperando ver a los ojos al mudo destino para decirle: "Resistí hasta el final, sin que me vencieras, aunque creíste haberlo hecho al principio".

Pienso que cada quien es de alguna manera el jefe de un bote que, eventualmente, hará agua con angustia durante milímetros imperceptibles en el tiempo; y siento que es por eso mismo que se hacen estas cosas: para probarse íntimamente que, a pesar de los graves errores -o de las imprevisiones, del infortunio, de los sueños sin fundamento-, existe algo llamado corazón, entraña brava que permite seguir viviendo (o empezar de nuevo, de nuevo y de nuevo) cuando nadie más lo cree posible. Ni siquiera uno mismo.



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