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El regreso de Dorita

Columnas de Opinión
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Hace ya algunos meses les había contado de la fuga de dorita, la gata, jovencita ella, que llevó una de mis hijas a la casa. Se caracteriza esa gatita, ya lo había dicho, porque la piel parece que se la hubieran hecho con retazos de pieles de otros felinos.

Pues bien, el día de la supuesta fuga salió sin que nadie lo notara y no volvió durante tres días. La dimos por perdida hasta una noche en que a eso de las ocho regresábamos a casa, y cuando abría el candado de la reja vi que nuestra gatita, con pasos ceremoniosos y con cierta indolencia en el andar, hacia su entrada, y sin mirarnos a la cara esperó a que abriera la puerta para entrar sobada, como suele decirse en esos casos.

La pobre gatita llegó algo maltratada, con un chibolo al lado del costillar derecho y con dos marquillas ensangrentadas en la misma parte.

Todos pensamos que algún perro malvado la había mordido y jamaqueado. Se escondió, tal vez como apenada, debajo de una de las camas en el segundo piso y no salió ni a comer hasta pasados dos días, cuando sin mucha apetencia bajó y mordisqueó algunos granitos de colores con olor a pescado manido, su alimento.

Volvió a velar mi sueño en la madrugada y a la hora de la siesta. Miraba con ternura y una expresión de indudable inocencia, de no ser por la cara de gato que tiene se diría que estaba frente a un tierno niño de escasos meses de nacido. Dorita regresó a sus andanzas y travesuras, pero ya no era la misma que se fue, algo le pasaba a la gatita.

Se dejaba acariciar la cabeza y el lomo, pero cuando le tocaban el vientre parecía que le pasara un corrientazo, gemía y emprendía la fuga. Nadie en la casa pensó que algo diferente al maltrato de un perro le había sucedido a Dorita. Con el correr de los días recobró su ánimo y siguió siendo la gatita encantadora con la piel parchada de retazos de otros gatos. Pero algo nos decía que la gatita había superado la etapa de adolescente y entraba ya en la adultez.

Cualquier día salí por la mañana temprano, cuando de pronto, estando en el Centro, recibí en el celular un mensaje de mi hija: "Papi, Dorita tiene algo, está muy rara". La llame y me contó que la gata maullaba de una forma tenebrosa, que se metía debajo de las camas y salía, se subía a los muebles y se volvía a bajar. "Ya voy para allá", le dije.

Cuando llegué a casa mi hija me abrió la puerta. Le pregunté: "Qué pasa con la gatita". En respuesta me mostró su teléfono celular. Nada vi, ni supe qué quería decirme. Ella insistió en que mirara pero la verdad es que yo nada veía en la pantalla del celular, hasta que me señaló con el dedo un manchón y me dijo: "Pero mira, es el hijo de Dorita, acaba de nacer". Lo primero que pensé fue en la inmundicia que habría dejado.

Estaba totalmente equivocado, pues todos los humores y regueros del parto habían sido absorbidos por la gata, quien amamantaba a su único crío de color amarillo como uno de los parches que forman la piel de ella.

El recién nacido no era más que un pedazo de gato feo, con los ojos cerrados y sin ninguna gracia; mamaba y dormía, dormía y mamaba, y la madre no hacía más, y aún lo sigue haciendo, que lamerlo de pies a cabeza. Los gatos definitivamente son animales limpios por excelencia. La madre se mantiene aseada a punta de lengua y en las partes donde no alcanza se ensaliva los dedos y se los pasa por allí.

Al crío, si alguien lo agarra, enseguida ella le pasa la lengua por todo el cuerpo para limpiarlo, en un acto compulsivo.

El gatito, a quien por mucho nombre le llaman "gatito", ha crecido y, aunque aún camina como estrenando zapatos apretados, tiene un apetito voraz, salta del suelo a los muebles y pretende seguir a la madre cuando ésta sube en carrera por el árbol de níspero persiguiendo pájaros y palomitas.