Balompié

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Cuando, a principios de los ochenta, empezaban a construir el Estadio Metropolitano de Barranquilla, donde mejor juega el equipo de Colombia (y donde el Junior ya no le gana a nadie), un buen día mi papá me cargó sus en brazos para ir a poner uno de mis piecitos en el cemento fresco de alguna columna de la obra.

No se cómo lo dejaron caminar por ahí con un niño pequeño, y, sobre todo, no sé cómo se le pudo ocurrir al viejo que por el simple hecho de dejar literalmente una huella mía allí me iba a convertir en la futura estrella del equipo rojiblanco de sus amores.

Romanticismos que llaman. (Afortunadamente yo soy más racional que mi padre, y por eso sólo me persigno cada vez que paso por una iglesia; y nada más recuerdo las fechas para contar los días transcurridos desde cierto momento(y así sentir esa deliciosa melancolía);y apenas cargo un anillo de la mujer amada como amuleto contra la maldición del tedio; y únicamente leo todos los horóscopos de todos los periódicos y revistas que encuentro, a ver si hago un análisis comparativo los mismos y de esa forma puedo conocer mi destino antes que pase).

Yo no resulté futbolista, pues, sino abogado. Sí, decidí resignar esa vida aburrida de ponerse pantalones cortos todos los días, de correr por la pelota -patearla, acariciarla, consentirla-, y de andarse por ahí con aire distraído consiguiendo féminas impresionables quién sabe por qué. El derecho colombiano me necesitaba (siempre hacen falta abogados, aunque sobren).

Sea como fuere, el hecho es que los dictados de la suerte (los presagios, las cábalas, las malas mañas), similares a los de mi progenitor, no siempre acompañan al ganador en el fútbol, como se ha creído y se sigue creyendo; sin embargo, hay cosas. Ahora recuerdo a los argentinos, sobre todo: el entrenador de arqueros que gateaba durante los penaltis de la albiceleste; el técnico que se ponía la misma camisa mientras ganaba ininterrumpidamente en una temporada; el ir a besar a una mujer recién casada; el recoger la basura que tiran al banco y ponérsela en los bolsillos; el escuchar las palabras tácticas del hijo fallecido y hacer entrar a un jugador según ellas; el hacer siempre la cosas igual que la última vez que se ganó…, en fin…

Por supuesto, hay asuntos más serios que simple superchería en esto de ganar como sea. Está la trampa. El arquero austral que se corta la ceja para culpar a los fuegos de artificio del local y entonces buscar la suspensión del partido; el agua envenenada especialmente para convidar al distraído rival brasilero; el cargar un alfiler para incomodar en la nalga al delantero incisivo; el hablarle de las debilidades de la esposa al contendiente; o, el decirle al oído del que está jugando bien:"Te voy a partir si me haces otra de esas". También está el juego sucio, claro. Escupir, patear con disimulo al tobillo, meter el codo, el puño al abdomen.

Está la amenaza, el chantaje, la extorsión, todo previo o concomitante al partido. Y claro, está la brujería. Pero, más allá de todo, están los huevos. En eso no hay secreto: el fútbol es un deporte de empuje sin importar qué, de echar hacia adelante, de correr más que el otro, de tener más fuerza en las piernas, en los hombros, y de patear más veces y con más dureza al balón hacia el arco contrario.

Colombia nunca ha sido de los equipos más combativos; si aprendiera a serlo -todo se aprende-, tal vez sería invencible, o por lo menos no sería superado por equipos inferiores tan frecuentemente, y no quedaría uno aburrido, como quedamos todos después del partido en Montevideo. El país necesita de una que otra alegría de vez en cuando, así sea pasajera.