Bastaba una llamada

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



La arrogancia no es buena consejera para el ejercicio de las relaciones políticas, porque deja malos recuerdos y configura deudas que más tarde se pagan caros.

Nada más arrogante que subestimar al contrario e ignorarlo cuando busca, en su lenguaje y conforme a sus valores, algún tipo de acercamiento.

El silencio agresivo puede resultar más áspero que la respuesta más dura, porque deja abiertas todas las interpretaciones, con el riesgo de que prevalezcan las peores.

Es mejor decir de una vez lo que se piensa, de manera que exista precisión, aún en el desacuerdo.

Las relaciones entre los Estados Unidos e Irán tuvieron capítulos de extrema cercanía a lo largo de décadas, y llegaron a su punto más alto cuando los norteamericanos ayudaron al derrocamiento del gobierno de Mosaddeq, en los tempranos cincuenta, y propiciaron, fondos de por medio, la consolidación del régimen del Shah Reza Pahlavi.

Todo parece indicar que el petróleo iraní tuvo mucho que ver en el interés extremo por contar en ese país con un gobierno amigo.

Entonces el Shah se convirtió en visitante frecuente y personaje de los medios del poder en Washington y trató de corresponder a la intensa amistad que se le ofrecía con un programa de occidentalización que ilusionaba a algunos con un modelo parecido al de Attaturk, pero molestaba al extremo a los dirigentes religiosos educados en Qom.

La división cultural del país se hizo irredimible. Los líderes del futuro, si no se marchaban al extranjero, tenían que escoger entre irse a educar a universidades que imitaban al MIT y otras instituciones norteamericanas, dedicadas a la tecnología, o convertirse en miembros de la comunidad educativa de los seminarios Chiitas.

Y fueron estos los centros de pensamiento y formación que convirtieron a Qom en la cuna de lo que vendría a ser la revolución triunfante que dio al traste con el régimen del Shah y condujo a la fundación de la República Islámica, que los presidentes conservadores de los Estados Unidos llegaron a clasificar como símbolo de lo que dieron en llamar el "eje del mal".

Jimmy Carter, con su puritanismo en materia de Derechos Humanos y sus confusos mensajes de amistad, no dejó de contribuir al deterioro de Pahlavi. Mientras por un lado criticó sus abusos con sinceridad, por otro no dejó de elogiarlo, seguramente por conveniencia, como un bastión de estabilidad regional y un líder de grandes cualidades.

Todo ello no podía ser, para uno otro lado, sino contraproducente. Para saber un poco más tarde que la revolución era inatajable y que, fugitivo el Shah, el gobierno islámico no vacilaría en dar por terminadas las relaciones amistosas entre los dos países, con una dosis de animadversión elevada y una altivez hasta entonces inimaginable. Nada más elocuente, como demostración de ello, que la toma de la Embajada americana en Teherán.

Con heridas y gestos evasivos y recriminatorios de parte y parte, las relaciones de enemistad entre Irán y los Estados Unidos han sido desde entonces un muestrario de desentendimiento. No obstante, cada uno en su estilo, en uno u otro momento, ha tenido gestos, eso sí en sus propios códigos culturales, que pudieran ser interpretados como puentes para establecer un diálogo. Tal vez en esta materia los iraníes hayan sido más solícitos. Pero el hecho es que ninguno de los gestos ha prosperado hasta ahora al punto de rematar en un diálogo abierto.

Ya sabemos que Barak Obama trata de hacer méritos posteriores al otorgamiento del Premio Nobel de la Paz, porque sus merecimientos en realidad no eran muchos en el momento en el que lo galardonaron; como si la Academia hubiera querido conminarlo a que, en algún momento, hiciera algo importante a favor de la paz.

Pero eso no le resta importancia al hecho de que tuvo el coraje y la voluntad de modificar el curso de los acontecimientos y llamó al presidente iraní para hablarle en un tono muy distinto del que hubieran utilizado los arrogantes republicanos, que obraron siempre con la convicción profunda de la primacía de Occidente sobre todas las demás formas de civilización, aún, claro está, de las que les llevan a los Estados Unidos más de cuatro mil años de experiencia, y de capacidad para sobrevivir

Bastaba una llamada telefónica para conjurar, o al menos retardar, la llamarada que podría desatar un conflicto internacional de proporciones incalculables. Nada más deseable que un tratamiento diferente del asunto de los avances de Irán en materia de energía nuclear.

Nada más constructivo que el eventual diálogo entre civilizaciones distintas, con pretensiones diferentes, a favor de la paz mundial. Nada más útil, para todos los efectos, que la intervención de los Estados Unidos en la región en un tono amigable que produzca distensiones muy urgentes en este momento, particularmente para efectos de la solución de la crisis de Siria, y también para que Irán llegue a comprender que Israel es una realidad indiscutible, y que su derecho a existir no puede ser cuestionado, sea cual fuere su gobierno, porque ya está allí y es otra potencia con la que sería mejor tender puentes de amistad.