El lunes comienzo dieta. ¡Seguro!

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Juro por Apolo médico, por Esculapio, Higia y Panacea, por todos los dioses y diosas que yo alguna vez -historia patria- fui delgado. Sólo queda una foto que lo atestigua, pero no es de mostrar: cabello largo, patillas estilo Elvis Presley, camisa color mostaza de cuello puntudo hasta los hombros y puños de media cuarta, gruesa correa de cuero con el símbolo de la paz en bronce, bluyín de bota campana y zapatos de tacón alto y plataforma. Pero eso no es lo grave: un cigarrillo delata mi corta época de fumador social, afortunadamente sepultada en el brumoso pasado.

Al iniciar mis estudios universitarios pesaba 58 kilos que muy pronto se convirtieron en 65. Señalé como responsable a la comida de Doña Goyita, la dueña de la pensión en donde vivía recién llegué a "La Nevera". Pero quienes también residían ahí, no subían de peso.

¿Era entonces el chocorramo con el vaso de leche helada que a diario me aplicaba a manera de postre en la tienda del frente, las meriendas vespertinas donde mi tía Margó o los almuerzos dominicales donde mi abuela Leonor? Pudieron ser también las onces bogotanas en las tardes de billar donde Vicente Rodríguez (de estudio, decíamos nosotros), o tal vez el chocolate con empanadas de la Automática a las 5 de la tarde, o el "cochinito silbando" con pie de piña y helado del Cream de la 32 cuando llegaba el giro mensual.

El posterior traslado de mi familia a Bogotá hizo estragos: no hay mejor comida que la de casa. Bueno, la sazón de María Hermencia, la empleada, equilibraba el asunto; cuando ella cocinaba quienes gozaban eran el perro y el panadero de la esquina -nadie comía- y todos terminábamos gastando la mesada en El Arlequín. Al terminar la carrera, la báscula lo agradecía: 62 kilos de peso.

La montaña rusa de mi peso tuvo picos y valles; al terminar la especialización, pesaba menos aún: el comedor Ringo (alimento para perros) se encargaba de proteger las básculas y cuidarnos las coronarias (si lograbas entrar, no podías comer), además de las 36 horas consecutivas cada cuatro días sin acceso a los alimentos durante las noches: sólo jugo de tubo y tinto trasnochado.

La comodidad de los primeros cheques y el trabajo mejor repartido se reflejaron paulatinamente en la cintura hasta llegar en unos años a 78 excesivos kilos para mi estatura, 1,70, que me obligaron entrar al mundo de las dietas: la Scarsdale.

Un mes después, parecía recién llegado de un naufragio: 14 kilos menos. Pero las pizzas a domicilio, las empanadas, la bandeja paisa de los jueves y otros cuantos deslices gastronómicos en las reuniones de familia y amigos pasaron factura. Para contrarrestar, seguí la dieta de las proteínas, de la Nasa, la disociada, la del Dr. Atkins, etc.

Confieso que no fui capaz con la macrobiótica, la de la luna, la avena, la piña, el arroz y menos con la vegetariana: toleré ocho crueles horas de sólo frutas y verduras antes de un desvanecimiento premortem.

Al final de la historia, me quedé con la Dieta Mediterránea (declarada el 16 de noviembre de 2010 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad): muy sibarita, aunque si en Colombia la sigues al detalle, tú y tu billetera quedan flacos antes de terminar el mes (mucho más la billetera), y el banquero frotándose las manos.

Eso sí, te la gozas a cuerpo de rey. Claro, sale más barata la gaseosa que el vino (el agua está más cara que la gasolina, literalmente), y más económico el salchichón de tienda que el prosciutto. Pero dañinos, también.

Tengo la convicción de que emprender una dieta (sí, emprender, porque es medio aventura y medio empresa) es sencillo; todos los lunes las iniciamos, aun cuando las terminamos el jueves, más o menos. Es como dejar de fumar, supongo; porque dicen los fumadores que dejar el cigarrillo es muy fácil: también lo abandonan todos los lunes.

Me confieso adicto a frituras y carbohidratos, sin abusar de ellos. Solo registro sobrepeso en la báscula (cerca de 75 kilos); bueno, en la ropa también y en los lentes de los amigos: cada vez que me encuentro a alguien que no he visto en mucho tiempo, me dice indefectiblemente: "Cómo estás de bien, has bajado de peso"; otros, me comentan: "¿te engordaste?". A todos esos les recomiendo un oftalmólogo. Últimamente el peso no me trasnocha: los pesos, sí.

Al final, unas pocas recomendaciones: atienda los consejos de nutriólogos y dietistas profesionales; coma lo que guste sin excesos (no hasta cuando el cuerpo aguante); un poco más de actividad física; más líquidos (especialmente antes de comer); comer algo suave entre las comidas principales; menos harinas y grasas, y menos cantidad de lo habitual para reducir calorías. Ah, y un ejercicio fácil: mover la cabeza a lado y lado cuando aparezcan ciertas tentaciones. Es efectivo.