Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Después de revisar irresponsablemente las 98 páginas del fallo de La Haya sobre la cuestión con Nicaragua he llegado a la conclusión de que, sobre ello, todavía no puedo concluir algo concreto, y, en eso, me parece que no difiero mucho de aquellos que se han dedicado toda la vida a los menesteres internacionalistas, que esto da para todo.
Y es que el argumento/finalidad central de los honorables señores que delimitaron el mar de Saint Andrew, Old Providence and Saint Katlheen, no puede ser de recibo: la equidad. (¿Cuál equidad?, ¿por qué terminamos hablando fundamentalmente de ese principio en un asunto en el que hay contratos válidos que definen las cosas con más o menos claridad excluyente de interpretación?.
A riesgo de equivocarme, intuyo que, de haber emitido la Corte un concepto estrictamente jurídico-marítimo -como ha debido ser-, las pretensiones de Nicaragua se habrían visto reducidas a sus justas proporciones; pero parece que a estos jueces en Holanda les dio por hacer politiquería internacional, y así, entrar a sentar precedentes "equitativos" con nosotros, que no tenemos muchas defensas -pero sí muchos llorones acusadores, sentenciosos-, y que no podemos dejar de acatar ese tipo de decisiones sin pagar las devastadoras consecuencias).
No obstante, en la otra orilla está la posibilidad uribista y parásita de convertirnos en un Estado -en Chomsky- oficialmente fallido, que desconoce sus deberes internacionales, uno que, amparado en las resultas de su servilismo frente a los Estados Unidos de América, podría emularlos y, caricaturesco, negarse a obedecer, y hacer las de matoncito ante países que no tienen ni un barco de guerra. Al fin y al cabo, sostiene esta teoría, "si los gringos están de mi lado, ¿quién está contra mí?".
Imagino que Santos sabe todo esto mucho mejor que yo, y que su impotencia determina el mal semblante que lo domina en estos días (¿Reelección o Secretaría de la ONU?). A él y a la canciller. Ellos deben de tener muy claro que, aunque lo quisieran, no podrían -impunemente- hacer de éste un Estado más fallido de lo que ya es.
Se trata de un lujo que sí se pueden dar en cambio los admirados Estados Unidos sin despeinarse: "Yo no me sujeto a Tratados que no he firmado (y no los firmé porque no hubo manera de forzarme a hacer lo que a mi economía no le da la gana)"; o: "A mí no me vincula nada internacional que vaya en contra de mi derecho constitucional, el que divide a mi país en repúblicas que estratégicamente no son responsables ante otros países o entidades por cuestiones federales. Negocie con ellas a ver cómo le va". A ellos la leguleyada les funciona maravillosamente. ¿O no?
Por esto digo que el prestigioso derecho internacional en el planeta, como la ley en Colombia, es para los de ruana. Únicamente para ellos. O sea, para nosotros, y para Nicaragua, y para Argentina, y para todos aquellos que no pueden oponerse a la brava, sin perecer en el intento, a que organismos ajenos a sus realidades nacionales determinen su destino, como si de un juego de niños se tratara.
El problema es que a los de ruana nos toca meternos en cuanta corte y tratado haya, pues si no lo hacemos confirmamos la presunción aquella de que somos unos salvajes que no pueden alternar con el mundo "civilizado", el mismo que, hoy, millones de compatriotas enardecidos, que tantas veces han propugnado la por momentos tesis arribista de la absoluta globalización colombiana, reclaman que mandemos al carajo a Nicaragua, a La Haya, y a casi toda la comunidad internacional esa. Que me digan que esto no es para reírse.