Tecleando a fuego lento

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Lo primero es seleccionar el tema del texto, que debe ser tan fecundo como el sabor de un plato anticipadamente destripado. No obstante, organizar palabras bajo determinado motivo, tratando de darles el matiz de profundidad que a veces ni la renombrada existencia tiene, puede no ser cosa fácil, como tampoco lo es disponer debidamente la cocción, la fritura, el calentamiento, la mezcla, el batido, la disolución, la extracción, la reducción, el picado, la asadura o el estofado de carnes, harinas, pastas, líquidos, granos, frutas, verduras, tubérculos, grasas, jugos o licores…, todo puesto de acuerdo usando el fuego como instrumento de cohesión, la candela viva que hace de cualquier inventario de ingredientes solos e insignificantes un caos ordenado y limpio cuya principal función es servir a los intereses biológicos del cuerpo. El espíritu, por su parte, necesita de ideas fundidas a través de la emoción para alimentarse y así sobrevivir; la escritura vendría a ser, de esa manera, nada menos que el acto impío de cocinar la vida.

Lo segundo es poner a hervir tres tazas de agua, en una olla grande y tapada; paralelamente, hay que disolver el contenido de un sobre de esos que venden para hacer crema de mariscos en otra taza, también de agua, pero fría (ahora que no salte algún sabio a decir que lo correcto es "una taza CON agua"). En pleno hervor, agregar la mezcla inicial, esperar, dejar que todo hierva otra vez, y cuando eso pase, bajar a fuego lento por diez minutos.

Si esto no se hace la crema no toma cuerpo, y queda como una sopa, un caldito débil que no expresa nada, que no sabe a nada, que sería mejor no haber intentado. Esa omisión salvadora es la misma que algunos escribidores, escribanos de otros, deberían tomar en cuenta por el bien común: quedarse callados, antes que insistir en balbucear tercamente todo un silabario insulso desde su anemia ideológica y pasional, sin lograr con el vacío convencer ni inspirar a nadie, muy a su pesar de fanáticos.

Después hay que cortar fino una buena cebolla blanca, un ají pimentón, y ajo, mucho ajo. Y sofreír esto, claro. Aparte, aceitunado el metal siempre caliente, se sellan los calamares, pulpos, almejas, mejillones, palmitos, camarones, trozos de pescado y demás, que se habían dejado marinando con salsa de soya, zumo de limón, cerveza, algo con tomate, sal y pimienta. Se combina y homogeniza todo lo anterior a llama blanda, y se les da un tiempo prudente a los efluvios saborizantes de los sólidos para que se evaporen.

Evaporación purificadora que bien sirve si se ha escrito algo, cualquier cosa, considerando que es durante la corrección postrer de las oraciones cuando se aprecian sobre todo las distractoras para el lector repeticiones de términos, algo en lo que incurro frecuentemente, "ya que con frecuencia termino las frases que he escrito con terminaciones repetidas", o fonéticamente similares, como quien escribe poesía barata. Ni modo.

Como ya otros lo han dicho, escribir es realmente hacer terapia individual, es por fin entender los sentimientos propios y ajenos y conceptualizarlos; es guisar la experiencia, previa identificación de sus componentes, dándoles sentido en su conjunto. Pues antes de ponerlos legiblemente en el papel, es verdad que todos los elementos de la tormenta han estado ahí, constantes, sólo que no armonizados. Escribir es, entonces, cocinar la vida para poder comérsela.

Para disfrutarla: la crema de mariscos se va a atomizar un poco, aunque igualmente a hacerse más fértil, cuando ahora integre toda la preparación en la cazuela ardiente a más no poder que tengo en la estufa. Dejaré espesar la sustancia hasta ver las burbujas reventarse, cuidando de no desecar con el exceso de calor los de supermercado frutos del mar que de Santa Marta me gusta creer que son. Comeré pensando que alguien más aderezó mi vida por mí, y luego, sin más, seguiré tecleando.