El último samario

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Germán Vives Franco

Germán Vives Franco

Columna: Opinión

e-mail: vivesg@yahoo.com



Ser samario no es un accidente de tiempo y lugar sino una forma de ser y de querer a Santa Marta. Muchos han nacido y vivido en Santa Marta pero difícilmente podría decirse que son samarios.

La cultura samaria fue acunada durante muchas generaciones en la cadencia de las hamacas y las mecedoras de fondo de paja a medio desfondar. Se gestó en las terrazas de las casas, en los parques y plazas y en la cotidianidad de sus calles.

Santa Marta era una tertulia dero diario y permanente en donde se conversaban y vivían varios tomos inéditos de realismo mágico, de esos cuentos e historias que han asombrado al mundo, y de hecho del hombre Caribe, incluido el samario, el único hombre universal de Colombia.

El samario entiende sus símbolos, y está emocional e intelectualmente unido a ellos. Entiende qué significa el Morro, el Teatro Santa Marta, el Liceo Celedón, la Quinta, la Sierra y sus playas, Pescaito, la Castellana, el estadio Eduardo Santos, el parque Bolívar, el parque de los Novios y el hotel Tayrona, entre muchos otros símbolos.

Solo un samario cuando visita sus playas, es capaz de derramar lágrimas de emoción por la experiencia espiritual de saberse parte de algo mucho más grande y trascendente. Una experiencia que trasciende la simple admiración estética de la belleza natural.

En la Santa Marta de antaño donde la mayoría de sus habitantes eran samarios, hasta los locos eran parte de la familia. No hay miembro de mi generación que no haya enriquecido su vida con anécdotas de Tabaquito y Carrampla.

Pero los tiempos han cambiado, y el samario es una especie en vía de extinción. Con la violencia que nos azota desde hace algunas décadas, desaparecieron las tertulias en las terrazas de las casas, que eran abiertas al que quisiera detenerse a conversar. Hoy se vive en jaulas.

A muchos de los que habitan la ciudad, por no ser samarios, les parece natural destruir los símbolos de nuestra identidad para hacer algo mejor y más moderno. Lo moderno y cómodo no es lo mejor, cuando de identidad se trata; a menos que la intención sea destruir los símbolos para destruir esa identidad y borrarnos del mapa. Piensan con el deseo.

Hoy, Santa Marta es una ciudad que ha dejado de querer a sus locos, entre otras cosas porque son tantos y en condiciones humanas tan deplorables, que ya es imposible que sean parte de nuestra cotidianidad y cultura. Son la evidencia más perturbadora de la decadencia que nos acompaña por estos días.

Nos han convencido de que la magia de Santa Marta consiste en tenerlo todo, refiriéndose a nuestras bellezas naturales. Yo estoy convencido que el todo es tener magia, y que el samario con sus símbolos y sus historias, con su forma de ser, es esa magia. Sin samarios, no hay magia, y Santa Marta solo sería una ciudad con playas bonitas, de las muchas que en el mundo son.

Los pocos gobiernos nacionales a los que les ha dolido la suerte de Santa Marta, se han preocupado solo de la parte física, y tal vez es lo único que pueden hacer. Por esto le apuestan al ecoturismo o al turismo. Mientras esto sucede, cada vez somos menos los samarios, y la magia está desapareciendo.

Y es que el progreso no viene exento de externalidades negativas. La última vez que estuve en Gairaca y en Bahía Concha, los cientos de carpas y miles de turistas, aunado al olor a gasolina de las lanchas, me hicieron irreconocibles e insufribles esos lugares. Sentí que irremediablemente había sido expulsado del Paraíso, a cambio de un plato de lentejas. ¡Que negocio tan chimbo!

Ojalá los samarios que aún quedamos, mantengamos viva nuestra identidad, nuestros valores y nuestros símbolos.

Hagamos lo posible para que las incertidumbres e inquietudes de estos tiempos difíciles, no nos roben nuestro ser. Estoy convencido que ser samario es una elección, y que por esto mismo, aún podemos evitar la debacle de que algún día alguien llore la muerte del último samario. Con él, moriría también la magia de Melquíades, el gitano que dejó olvidado el hielo en los picos de la Sierra.