Los sabores de mi tierra

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



A la ciudad de Tayronas y Caribes se le puede descubrir y entender por sus sabores, aromas, colores, densidades, texturas, sonidos; por sus alegrías y su diversidad; por la exuberancia de sus paisajes, de natura generosos en exceso con la Sierra y el Caribe; por sus gentes tan autóctonas como sus múltiples orígenes y el pasado tranquilo, casi bucólico cuando el tiempo se detenía para el diario solaz; el respeto y la decencia eran valores de mostrar y la honradez, adargas familiares dignas de la mejor custodia. Hasta por su arquitectura colonial y republicana, buena parte de ella perdida en las nebulosas de la historia y sepultada por el llamado progreso.

Coincidieron los dioses de sus primigenios habitantes y el dios del hispano en declararla respectivamente seineken -corazón del mundo- y paraíso terrenal al que todo le fue concedido. Basta ir a la Perla de América para entenderlo: la Sierra Nevada erigida en guardián del rosario de bahías que enmarcan su territorio, surcada por los serpenteantes ríos que de ella descienden a través del pródigo verdor y cubierta por nieve perpetua a modo de gorro que tal vez inspiró a los nativos.

Los típicos parajes al borde de las estradas donde el variado follaje de flores multicolores disputa la primacía gráfica con el oligocrómico marrón de la aridez, matizados por la plétora de graciosos colores caribeños dispuestos en espontáneo arcoíris; el agobiante calor del mediodía apaciguado por la brisa marina de noches estrelladas; los olores a zapote y níspero, y a la nostálgica guayaba de Gabo; a pescado frito, arroz con coco, patacón y aguacate morado de la Zona; a cayeye con queso rallao y arepa asada en hoja de plátano; a pasta de mango y guarapo de panela con limón. Al sonido del autóctono vallenato y ritmos caribes que se entrelazan con géneros más recientes, alegrando hasta al más taciturno espíritu; recuerdo de rancios abolengos del centro histórico y del camellón. Perfume a mar de diamantinos brillos, a trinitarias y matarratón. Nostalgia de la loca decembrina, de sus personajes callejeros y del festivo golpe de tambora.

La modernidad, anodina en la urbe hasta hace poco, arrasó con el pasado, acaso glorioso: fútiles cajas de cemento y vidrio relegaron a edificaciones elegantes y admirables. El mal de Alzheimer se ensañó con Santa Marta y robó buena parte de la memoria histórica; parecería que muy poco se rescatará. No existe ya el hermoso balneario de Ernesto Pacífico, erigido en medio del camellón de noble estilo europeo con su monumento al sevillano Rodrigo de Bastidas, donde los samarios de antaño hacían vida social mientras caminaban por senderos y terrazas admirando el atardecer multicolor que ilumina al Morro y a Punta Betín, mientras el mar se detenía abruptamente en el tajamar salpicando a los paseantes; se diluyen en escasas fotos antiguas, pues las mazas y picas ordenadas por indolentes jerarcas se ensañaron con sus balaustradas, paredes y jardines; las edificaciones señoriales de la bahía, hoy con usos ajenos y algunas transformadas para mal, no representan ya el esplendor social de antaño. Las nuevas barriadas de la ciudad crecen sin orden ni armonía mientras el Liceo Celedón se cae a pedazos en una agónica muerte lenta.

El otrora azul de su mar y el blanco de sus arenas, ambos ensombrecidos por el polvillo negro del carbón y por las basuras, no es lugar para chipi-chipi, pica-pica, ni aguamalas. Espantados, buscaron otros refugios, no en el Ancón y Taganguilla, borrados para siempre por el implacable cemento del muelle: tal vez no vuelvan. Los pescadores tampoco recogen sus chinchorros en la bahía. El Rodadero, sinónimo de caos urbano y hermosa playa, perdió también al accidente natural que lo bautizó. Los balones improvisados y las polvorientas callejuelas de la cuna del fútbol nacional son remotos recuerdos; el Unión campeón, una borrosa evocación. Las veladas culturales y las tertulias, cosas de viejos.

Han pasado 510 años desde el amor a primera vista de Bastidas por el bello paraje y 487 desde cuando, por fin, ocurre el asentamiento español. La importancia que tuvo, despojada después por Cartagena de Indias, sumió a la ciudad casi al borde de su desaparición. Levantada de sus propios despojos, de a pocos fue erigiéndose en puerto marino y destino de paseantes del vecindario y, después, de viajeros lejanos, aupada por el auge el banano. Ahora, los samarios debemos soñar, para la celebración de los 500 años, con la ciudad ordenada y tranquila, donde reinen nuevamente los valores perdidos; con el auge educativo, cultural y académico que tanta falta nos hace; con el retorno a la gloria deportiva de siempre; con una ciudad para todos, nativos y foráneos, en la cual podamos, entonces sí, decir sin temor: "Santa Marta, la magia de tenerlo todo". Y cuando menos, generar identidad cultural.