Yo me quedo con el otro Pablo Escobar

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Jesús Dulce Hernández

Jesús Dulce Hernández

Columna: Anaquel

e-mail: ja.dulce@gmail.com



Tenía yo apenas 8 años cuando, viviendo en Bogotá, un 15 de febrero de 1993, estalló una bomba en la Calle 25 con Cra 10, muy cerca a la sede del Banco del Estado. Mi madre se encontraba en el piso 16 del edificio de Fonade y tuvo que tirarse al suelo junto con las demás personas que estaban en el lugar. Mientras el temor y la angustia se apoderaban de los presentes, cientos de personas comían por las calles con sus caras ensangrentadas, algunos incluso sin partes de sus cuerpos.

Ese día, seguramente por un dolor de estómago que escondía una inocente pereza, no fui al colegio. De repente vi por las noticias las imágenes de aquel atentado y, sin tener remedio, me puse a llorar. El solo hecho de pensar que mi madre, lo único que me quedaba en el mundo, podía ser una de las víctimas, me tumbó al piso.

No era común entonces el uso de los celulares, no había internet, ni ipad, así que me tocó conformarme con esperar a que mi madre llegara a mi casa sana y salva. Para mi favor, así fue.

A los pocos meses, el 15 de abril de 1993, otra bomba hizo explosión en el Centro Comercial "la 93" en una de las zonas más exclusivas de Bogotá, repitiendo como un Dejá Vu lo antes relatado.

Todo este proceso, casi que de resiliencia, era producto del salvajismo sicarial de quien fuera en ese entonces el delincuente más buscado el mundo. Sí, del mundo. Su nombre era Pablo Escobar Gaviria, un reconocido narcotraficante colombiano por quien nos hicimos famosos en el exterior a punta de drogar las narices de media humanidad. Robó, asesinó, secuestró y quién sabe cuántas barbaridades más habrá hecho.

Yo al menos, y creo que mi generación también, crecimos viendo al capo de la mafia como un monstruo, como algo que nunca debíamos ser. Sin embargo, hoy ha salido en televisión una serie que narra la vida del mafioso colombiano, pero que, para mi sorpresa y temor, nos muestra un Pablo Escobar generoso, con actitud pueril, que cuando mata lo hace con aire de justo, cuando roba lo hace en nombre de los pobres, una especie de Robin Hood que defiende a los oprimidos.

La imagen de El Patrón del Mal de la serie, ahora pareciera refrescar la mente de los colombianos pero con un matiz de comedia y orgullo por haber tenido entre nuestros connacionales alguien tan sagaz, el típico colombiano.

Alguna vez leí en un libro de Héctor Abad Faciolince que los relatos históricos, al final de cuentas, sustituyen la memoria y se convierten en una forma de olvido y esta serie, pese a que nos recuerda horrendos momentos de nuestra historia nacional, es también una forma de olvido. Yo por mi parte prefiero quedarme con el Pablo Escobar con el que crecí, el verdadero.

Hace pocos días un gran amigo que espera entre ansioso y molesto la cita para la aprobación de su visa a los Estados Unidos, me hablaba maravillas de la serie y de Don Pablo. Le recordé, entre ansioso y molesto, que gracias a las maravillas de su amado Don Pablo, ahora él tenía que rogarle a los gringos para que lo dejaran entrar a su país y a la mitad del planeta, por el simple hecho de ser colombiano y de llevar como segundo apellido el Narcotráfico, por tercero el Terrorismo y por cuarto el de asesino.

No me cabe duda, de que esta es una de esas series que en realidad sí deben ser acompañadas de un adulto y, más aun diría yo, de un comité de víctimas de Pablo Escobar, el patrón del mal. ¿O del bien? Ya ni sé.