¿Cultura social de la corrupción?

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Ramón Palacio Better

Ramón Palacio Better

Columna: Desde el Centro Azul

e-mail: ramonpalaciobetter@yahoo.com



Nuestros pueblos en general infortunadamente vienen dando ejemplos y muestras de un peligroso conformismo frente a uno de los peores flagelos que agobian a cualquier sociedad del planeta.

Actualmente la gente parece haberse habituado sin grado de resignación alguno, ni de cinismo, a convivir con las fuerzas del mal promoviendo una lamentable cultura de la corrupción con secuelas verdaderamente hostiles, discordantes.

Estos espinosos y consecutivos escándalos de corrupción, aun cuando la justicia ha sido implacable al destituirlos y condenarlos, muchos funcionarios aun continúan disfrazados e involucrados en esas fuerzas del mal que infortunadamente demuestra ser, una cultura de la corrupción inacabable e indetenible hasta ahora.

Por lo que observamos diariamente el pueblo no reacciona como es preciso reaccionar ante este peligroso fenómeno de tan nefastas consecuencias.

El pueblo aun no ha ofrecido suficiente voluntad política para priorizar su combate y acabar de una vez por todas, con estas fuerzas del mal y la corrupción.

Ya no pesa en las prioridades de la gente en el momento de emitir el voto, y así lo confirma el resultado de las últimas elecciones. Ya no rechazamos la corrupción ni parecemos reprochar demasiado a los corruptos. De alguna manera, nuestra condescendencia parece consentirla y exteriorizar resignación frente a lo que se considera inevitable, un evidente caudillaje en la cultura de la corrupción.

El sentido del término corrupción, más allá de los delitos como el soborno y el cohecho, también se refiere a las acciones para depravar, pervertir y echar a perder el efecto a más largo plazo de la corrupción echando a perder una sociedad, a un pueblo, a la gente, cuando ésta se acostumbra, deja de indignarse y también de reaccionar contra ese flagelo.

Entre las fuerzas del mal que han contribuido al actual estado de las cosas, debe destacarse el número creciente de graves casos que han salido a la luz pública en Bogotá y en el vergonzoso gobierno cuya bandera fueron los sobrecostos de miles de kits escolares, cuyos dineros estaban destinados exclusivamente a la educación de nuestros niños y jóvenes samarios y magdalenenses. Sin embargo, en nuestro país la mayoría de estas causas y procesos permanecen en estado vegetativo. Otras han prescripto por el paso del tiempo.

Tradicionalmente las más comprometedoras para el Gobierno, como la del enriquecimiento ilícito han sido sobreseídas pese a las pruebas existentes. La corrupción requiere complicidades para su propagación, y la primera de esas complicidades es la de que los organismos responsables deben actuar oportunamente a fin de evitar la impunidad de los corruptos.

La segunda complicidad, aunque duela decirlo, es la de una sociedad que opta por agachar la cabeza y resignarse, cansada de ver estallar caso tras caso para luego comprobar cómo los organismos responsables miran hacia otro lado. Ya ni siquiera parece existir condena social para los corruptos, que se pasean ostentando su riqueza mal habida.

un ambiente político de evidente arbitrariedad, tópico de enfrentamientos, patronazgos y focalizados caudillismos descarados y además cínicos, clientelismos políticos descarnados y desvergonzados por las frecuentes malversaciones y desfalcos sin castigo alguno, reiterados abusos de poder y continuos fraudes que verdaderamente estallan y conmueven a la sociedad, a la gente en particular y porque al poco tiempo se disipan y evaporan, aun a pesar de haber dejado constancia de enormes rastros e identificables huellas de horrorizante manipulación de los recursos públicos o cifras oficiales; presuntamente, es allí en donde la cultura de la corrupción halla un excelente caldo de cultivo.

Increíblemente estamos demostrando que hacemos parte de una sociedad que pasa de la indignación al hartazgo o gula, para luego anestesiarse y terminamos por asistir al triste espectáculo de cómo se administra la implotacion y demolición de nuestros propios códigos éticos ancestrales para reemplazarlos por una cultura de la impunidad.

verdad verdadera, es que es un complejo e inseguro andamiaje de conductas reprobables, desde donde se han ido pervirtiendo y derrumbando los pisos y los principios morales de la sociedad. Cada vez más, la política aparece apenas como un modo más de acumular poder o hacer dinero, disfrazada de una vocación para hipotéticamente servir a la sociedad.

No parece importarnos demasiado si de estas maneras se siembra y se planta en nuestros jóvenes el desinterés por la cosa pública o, lo que es peor aún, que vean en la política la única oportunidad de enriquecerse en forma rápida y deshonesta. Tampoco nos ha importado un carajo, hasta ahora, si se distorsiona caprichosamente la asignación establecida de los recursos públicos. Ni si se mina la confianza social, ni si se desconoce el valor del trabajo, del esfuerzo, de la honradez y el mérito.

Los indicadores de observación nos demuestran que la ética pareciera ser una barrera o peaje invisible de poca eficacia, en donde los mecanismos de control han sido desnaturalizados o neutralizados.

Y porque muchos de ellos quedan en manos de familiares, buenos amigos o funcionarios sumisos, de modo que, más allá de la apariencia, la realidad sea la impunidad. Como consecuencia de todo esto, los cimientos mismos del Estado de Derecho han sido socavados gravemente. Y la corrupción está instalada entre nosotros.

El poder parece haber logrado transformarse en incontrolable como resultado inevitable de la indiferencia en que nuestra sociedad parece haber caído frente al fenómeno de la corrupción.

Frenar este flagelo exige un fuerte compromiso de cada ciudadano honesto.

Sólo perseverando en la demanda de transparencia de los actos de gobierno, denunciando los vicios de los funcionarios y las sospechas de corrupción, aunque más no sea para que exista la condena social, podrá lentamente empezar a revertirse esta situación, antes de que se siga degenerando hasta pasar a convertirse en una normal y extendida cultura social de la corrupción.