En la concepción aristotélica quiere decir persona que encarna atributos de superioridad, de excelencia.
Los favorecidos por el fervor de electores forjadores de voto limpio de opinión, vencedores o no, seguro sentirán tranquilidad anímica. Esa exultación que se anida en el espíritu cuando la conquista de adeptos se ha librado con gallardía de caballeros para enfrentar jaurías atadas con traíllas, que peregrinan detrás del tósigo caído de la mesa del rufián. Ese voto ignominioso no enaltece.
Nace de la dádiva que corrompe: dinero, contrato, granjería. No es la expresión límpida del pueblo honrado. El triunfo que dispensa es fruto envenenado. Es logro espurio.
Es negación de título honorable para gobernar. Esa gesta opacada por interés mezquino del hombre-masa, gleba vulgar, turbamulta ignara y sin conciencia, que actúa movida por impulsos instintivos por fuera de la razón, enloda la democracia y engendra un producto que es la antítesis del modelo de gobernante. Este debe ser arquetipo. Persona con la caracterización de Aristos. Hombre de carne y hueso, habitante del planeta tierra, de esencia ontológica binaria en su composición psíquica y somática. Dotado de inteligencia y voluntad. Con las connaturales flaquezas y virtudes, portando más de estas que de aquellas, para conducir con autoridad moral y acierto a los conciudadanos. Maestros insignes, filósofos y politólogos, que han iluminado con sus conocimientos el firmamento intelectual de la humanidad en el transcurso de milenios y cuyo pensamiento se mantiene inconmovible a pesar del tiempo, señalan que el político y lo mismo el gobernante deben poseer dones especiales que les den singularidad, talla y talante destacado ante el juicio valorativo de los ciudadanos. Quieren los cultos pensadores que el gobernante posea: Mente lúcida y talento perspicaz. Esto no sugiere que sea eminencia intelectual, pero sí que tenga buen criterio, capacidad de discernimiento que le permita distinguir el bien del mal y encausar su gestión inspirado en aquel para beneficiar a los gobernados, lograr el bien común que, finalmente, redundará en su bienestar particular. Debe ser honorable, probo. Guardián insomne del tesoro público y rigurosamente pulcro en la inversión que de este se haga.
No apropiárselo ni malversarlo. La plata del erario proviene del aporte ciudadano, es res communis, cosa de todos para beneficio de la comunidad, no botín de pillaje, para enriquecimiento de truhanes, es sagrada. Debe ser ecuánime, de espíritu equilibrado, y no sujeto de pasiones innobles, ni nuncio de consignas discriminatorias ni corifeo de manifiestos de odio de clases. Despojado de resentimientos y propósitos de vindicta. Mensajero de comprensión y de amor. Justo, dispuesto a darle a cada cual lo que en derecho le corresponde. Humano, de corazón bondadoso, que se conduela de las angustias de las gentes; presto a resolver los problemas que les afligen.
Ser consciente de que la misión de gobernar lleva inherente el deber de servir oportuna y eficientemente. Tener presente que, antes que “pan y circo”, al pueblo hay que darle agua potable. No es buen gobernante y merece repudio el que no satisface esa necesidad básica. Por encima de todo, el gobernante debe gozar de paz en el alma, sin que de esta emane susurro que le reproche conductas ominosas.