Liderazgo como condena

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Escrito por:

Eimar Pérez Bolaños

Eimar Pérez Bolaños

Columna: Opinión

e-mail: eimar.perez@unad.edu.co


Colombia es un país donde se promueve la importancia del liderazgo, también se insiste que es necesario formarse en ello y con más acervo aún que todos debemos ser líderes en el ámbito donde nos desempeñemos.
Pero, tal insistencia y promoción resulta inocua, convirtiéndose en una idea vacía y ridícula teniendo en cuenta nuestra realidad política, social y judicial. Tanto así que ser un líder en Colombia es convertirse en un “héroe” solitario y desamparado, cuyo destino en cualquier ámbito ya es un vaticinio colectivo, es decir, su condena.

A pesar de ello, hay quienes asumen el reto de representar a otros. Por lo tanto, el liderazgo no es una función, es más bien una actitud frente a las circunstancias, principalmente a la hora de asumir una postura frente a una problemática.

Esa actitud muchas veces es innata, no tiene género, ni condición social, tampoco nivel académico; otras veces no es congénita, sino que se promueve, se aprende o se “despierta” por diversos motivos que exigen que alguien tome la vocería, que se pronuncie, que reclame, que discuta, que proponga algo a fin de mejorar una situación comunitaria en la mayoría de los casos.

Esas peculiaridades y actitudes se deben fundamentar a partir de la praxis democrática, donde se suscita la participación real, no solo en el ámbito netamente social y político, sino también laboral, académico e incluso familiar.

Sin embargo, algunas veces el liderazgo como actitud de servicio y de guía a un grupo determinado, se convierte también en medio para la coerción y autoritarismo. Es decir, se tergiversa su esencia de representación, convirtiéndose en mandato y mecanismo de poder. Por lo tanto, desde cualquier contexto ya sea la empresa, la familia o del país en general, el liderazgo debe ir unido a unas garantías mínimas, es decir, que la representación frente a un tema, no sea solo un requisito normativo y que en su ejercicio las decisiones las tomen unos pocos, es decir, quienes jerárquicamente coaccionan bajo las diferentes modalidades que he mencionado en líneas precedentes (muerte, subyugación, silenciamiento).

En medio de esta breve caracterización del tema en mención, se observa en el devenir histórico colombiano que el liderazgo no tiene garantías, sobre todo en el ámbito social y político. El exterminio sistemático ha sido el precio de quienes han intentado encontrar un espacio y ser una voz frente a sus comunidades. En ese orden, puedo afirmar que, aunque existe liderazgo en medio de esta lamentable realidad, no existen las garantías institucionales y mecanismos reales que respalden la participación libre y democrática.

Las ideas del filósofo Marcuse me permiten extrapolar que el cierre del universo político, expresado en la totalización de la sociedad que significa para el pensador alemán negación de toda oposición y libertad, para el tema que me interpela, simboliza la negación de todo liderazgo.

Tanto así, que en el transcurso de este año han sido asesinados más de 200 líderes sociales en diferentes lugares del país. Su única actitud ha sido ser la voz de los acallados por el miedo y de quienes no se atreven a defender sus derechos constitucionales.

En ese orden, el liderazgo social se traduce en ser un intermediario entre la comunidad y los entes que administran lo público, frente a cualquier problemática. Ejemplo, arreglo de vías, abusos de autoridad, microtráfico, falta de Estado, etc. Bajo esa intermediación de la denuncia y exigencia de derechos mínimos, aparece la amenaza, la condena y la muerte.

Recordamos, que la historia colombiana ha estado enmarcada por una violencia desmedida desde la independencia burguesa como anota Eric Hobsbawn. En ese sentido podría afirmar que el terror se hizo parte de nuestra cotidianidad, es decir, que su reiterada práctica ya no es sinónimo de repudio, porque al estilo hobbesiano hemos vivido en una “guerra de todos contra todos”, donde la premisa es la expulsión de lo distinto. Es así que en Colombia no hay cabida al pensamiento diferente, nuestra cultura se basa en el adoctrinamiento que encuentra en la educación y la religión un gran aliado.

En conclusión, observamos a partir de esta realidad que nos ha tocado vivir, que el liderazgo, especialmente el social no es un ejercicio motivador y menos garante de una interacción y participación real, pues como he mencionado el representante social incomoda y a la vez se condena en medio de una política totalitaria y antidemocrática.