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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



De lo que creo recordar sobre el tema, la visita a los monumentos en Semana Santa es un homenaje que hacen los católicos para conmemorar cada una de las siete paradas obligadas que Jesucristo realizó en su camino hacia la crucifixión.
Y hay aquí cosas que nunca entendí. Por ejemplo, cómo se convirtió en el símbolo de la cristiandad el propio instrumento de tortura, la cruz; y, sobre todo, cómo fue posible que la inscripción de la placa imprecativa que se le colgó a la víctima de semejante martirio imperialista también se haya hecho parte del ajuar santificado: INRI (o sea, Iesvs Nazarenvs Rex Ivdaeorvm; es decir: Jesús nazareno, rey de los judíos).

Como para sacralizar mi ignorancia, además les digo: tampoco entendí nunca que los judíos de aquella época apoyaran –o se hicieran los de la vista gorda, al menos- a unos invasores que se burlaban de manera tan cruel de un hombre que, si bien no era la autoridad política constituida –el rey de la placa-, sí era uno más de ellos, de aquella comunidad primitiva, rupestre, que estaba constituida por los israelitas de la Biblia. Supongo que así es el colonialismo: te mata por dentro.

Acerca de la sabiduría de la Santa Biblia, confieso que difícilmente he podido resignarme a que personas que, dice el relato, carecían de la educación, y, especialmente, de la sofisticación que sociedades más complejas –como la propia romana- estaban en posibilidad de ofrecer en tal época, pudieran ser capaces de sostener unos diálogos entre ellos tan claros, nacidos de las más profundas reflexiones acerca de lo divino y lo humano. Y agrego que lo humano de las historias bíblicas siempre me ha parecido, cómo decirlo…, hecho de una sustancia dura…

Obviamente, me refiero a lo que dejan imaginar las lecturas de la Liturgia de la Palabra, en misa, cuando mi mente trata de viajar a aquellas tierras y momentos: es decir, a hace, apenas, dos mil años. Que no es tanto, en realidad. Ahora bien, claro que conozco la respuesta sabihonda a mis preguntas bobas: el libro sagrado fue copiado y requetecopiado, y así pasó de unas manos a otras durante siglos y siglos, cada cual le metió su cuchara, y quedó en lo que es hoy. Me pregunto, de acuerdo con esa lógica, si alguien más seguirá escribiendo la Biblia en el futuro.

A pesar de esta explicación, no dejo de asombrarme. Aunque hayan sido muchas las manos que transliteraron, tradujeron, aclararon, mejoraron, comentaron, volvieron a aclarar, y volvieron a enredar el texto sagrado, este finalmente logra transmitir su verdad de manera más eficiente que la mayoría de documentos actuales. Me explico: en mi opinión, el hecho que de que haya sido intervenida tantas veces, no tendría por qué hacer de la Biblia un libro necesariamente más legible, sino muy presumiblemente al contrario. Y, sin embargo, es lúcido. Una multiplicidad de voces interesadas en adicionar lo suyo no debería hacer un coro armonioso: pero aquí lo hace.

Me gusta la Semana Santa. De México a la Argentina, sin dejar de sobrevolar a la meridiana Colombia, Latinoamérica visita sus monumentos, año tras año, crea o no en ello, sepa o no qué es aquello en lo que debe creer. Se trata de unos días algo silenciosos, cálidos aunque se nuble o llueva, olorosos a una humareda extrañamente parecida a lo que huele un incendio controlado.