De escándalo en escándalo

Columnas de Opinión
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Triste realidad. Otra vez se irrita el alma nacional. Los medios le informan al país la ocurrencia de nuevo hecho doloso. El acto corrupto in se es vituperable. Lo repudia la opinión universal. Pero en el novel suceso la gravedad se magnifica por la cualificada investidura de los autores materiales y de los determinadores del concurso de punibles.
El delito, normativamente es la conducta típica, antijurídica y culpable; causa afrenta a la comunidad humana asentada en un territorio, organizada jurídicamente, subordinada a autoridad legítima. El acto reprochable penalmente lesiona a la colectividad, produce alarma en su seno, por eso es “políticamente dañoso”, como lo esculpió en definición magistral el insigne Francesco Carrara.

Independientemente de la preferencia que el jurista tenga por alguna de las escuelas del Derecho Penal: Clásica, Positiva, Terza o Práctica, resalta la verdad predicada por el Decano de la Universidad de Pisa. El bochornoso escándalo ruboriza a los compatriotas. El sentimiento de las gentes sanas sufre escozor, se agita. Lastimosamente, la reacción, cual centella sonora y rutilante, se apaga prontamente. El repudio se torna impotente frente a la indiferencia de una masa pusilánime o ante el ímpetu de las hordas de testaferros que medran en la corrupción y la estimulan, y los adalides de la ilícita actividad.

Unos y otros, “Todos a una, como en Fuenteovejuna” sumidos quedan en el lodo de la ignominia compelidos por la mórbida avidez de enriquecimiento Express y como sea. Aún está latente el escándalo en la Corte Constitucional. También el vergonzoso concierto delictual originado en la Corte Suprema de Justicia. Magistrados convictos que mancharon el birrete y la toga; mancillaron la majestad de la justicia; que traicionaron en las arcadas de las altas corporaciones la impoluta y perenne ciencia del Derecho, definida poéticamente por Celso: “Arte de lo bueno y de lo justo”. Que irrogan ofensa a los abnegados e incorruptibles servidores de la rama jurisdiccional, que son muchísimos. Vigentes en la cotidianeidad esos lacerantes episodios surgió la paradójica antinomia del Fiscal anticorrupción corrupto y confeso. Horrorosa perversión de nobilísima misión judicial.

Ahora escandaliza un Fiscal de la Jurisdicción Especial para la Paz. Oprobio indignante. Capturado el autor in fraganti escena en hotel capitalino recibiendo, por debajo de la mesa –frase manida, pero vivencia real- robusto fajo de billetes mimetizado con nervioso sigilo en la secreta de saco que vestía; sucio dinerario puesto posteriormente con febril presteza en manos de la esposa del receptor primario. A lo anterior se agrega la situación del ex fiscal ordinario, magistrado actualmente de la JEP. Horror, vergüenza cubren a la pandilla del delictuoso drama. Todo el iter comentado, trasegado en el escenario de la rama judicial es secuela directa de la inmoralidad que campea en el país.

Mácula resultante de la pérdida de los principios excelsos que emanan de la ley de Dios. El olvido de los valores que incitan a la práctica de las virtudes que enaltecen a la criatura humana y que dignifican su peregrinar por este valle terrenal deshumanizado y empobrecido por el letal síndrome de la corrupción que permeó los diversos estamentos de la anatomía social. La crisis moral es desoladora. Sobre cualquiera de los segmentos de la estructura del Estado que se fije la mirada, se percibe tatuaje de corrupción. Eso indica que no es posible postergar el intento de reconstrucción moral de la nación.

Hacer pedagogía que desde la primera infancia ilustre los cerebros y le insufle ética a los espíritus. Nutrir de honradez las almas. Sólo con esa dialéctica podrá tener la Colombia de los próximos años el predominio pleno de ciudadanos honorables y cultos, gobernantes probos, legisladores integérrimos y magistrados insobornables y justos. Igualmente empresarios prósperos, serios, con sensibilidad social. Hagamos la reingeniería moral que la Patria necesita. Llevemos a la praxis la indeleble sentencia de Benjamín Franklin: “La honestidad es la mejor de las políticas”. Acojamos el desiderátum del Libertador Bolívar: “Nadie que no sea honrado, que no sea competente y que no tenga auténtica vocación de servicio debe aspirar a ocupar un cargo público”.


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