Caras las empanadas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Un par de inocentes empanadas cachacas les hicieron el milagro a los defensores urbanos del espacio público.
El episodio que pudo darse en cualquier ciudad colombiana atiborrada de vendedores callejeros, como cuando la Virgen María se apareció a tres niños pastores el 13 de mayo de 1917 en el Valle de Cova da Iria del Distrito de Leiria en Portugal, desató una tormenta que si bien no despejó muchas dudas sobre el tema, sirvió para sacar a flote verdades que se habían mantenido tapadas.

La primera verdad es que por años las autoridades públicas transaron con este fenómeno. Inicialmente, justificándolo como subproducto del desplazamiento y el desempleo y luego, capitalizándolo políticamente, sumándolo a los mezquinos intereses y aspiraciones de los politiqueros. La connivencia del Estado con este sector social hizo que se multiplicaran, se extendieran y se regaran por todo el territorio, convirtiéndose en una opción de ingreso y empleo (informal) para la población más necesitada. Hasta aquí, a nadie le importó si el peatón era o no el más perjudicado con estas decisiones.

La segunda, surgió cuando, por su incapacidad, el asunto “se les salió de las manos” a los gestores del espacio público y las entidades de control comenzaron a improvisar soluciones como la de censarlos, uniformarlos, otorgarles carnet de identificación o reubicarlos. Nada de esto funcionó, porque cuando lo pensaron ya los andenes, las esquinas, las zonas verdes, los bulevares y parte de las calzadas tenían dueño. Los sindicatos y asociaciones de vendedores, disponían a su antojo de estos lugares, les asignaban canon de arrendamiento y valor de compra-venta, de acuerdo con precios y plusvalía urbana, a través de un sistema inmobiliario de demanda y oferta casi perfecto.

La tercera, cuando aparecieron la Ley 388 de 1997 (del POT) y el Decreto 1504 de 1998 (del Espacio Público) amenazando apretarle las clavijas a los alcaldes, exigiéndoles privilegiar el espacio público como bien inalienable e insustituible de uso colectivo (consagrado en la Constitución Política) y a ponerlo por encima del derecho individual al trabajo, obligándolos a tomar medidas más drásticas como la de desalojarlos, brindándoles opciones de ubicación en las que pudieran realizar sus actividades, sin desmedro del paso y la circulación de personas que se desplazan en las ciudades.

La cuarta, es que muchos mandatarios locales hicieron caso omiso de lo dispuesto en las normas, le entregaron el control del espacio público a las bandas de extorsionistas, que son los que arbitrariamente y con las armas imponen sus propios conceptos y criterios de seguridad y orden (“contribuciones” diarias y semanales, áreas disponibles, paro armado, etc.) Para torear en parte esta amenaza, se inventaron el Código de Policía, un engendro represivo para perseguir y sancionar a ciudadanos distraídos que orinan detrás de los postes del alumbrado, se les caen los pantalones en los aeropuertos, no cruzan por las cebras y comen empanadas refritas y grasosas.

Aun así lo del espacio público urbano sigue siendo un misterio. Cada quien lo entiende a su manera: para el Min Defensa y su Comandante de Policía por ejemplo, ellos cumplen una disposición que prohíbe comer empanadas hechas por quienes la amasan y las rellenan en lugares públicos, para la Min Justicia no es eso sino enfrentar a las mafias que estimulan el abuso del espacio público, para los expendedores es su “única opción de trabajo, que les permite llevar algo a casa” y para los golosos y trasnochados, es la forma de expresar sus ganas locas de comer empanadas libremente, sin reparar en multas y mucho menos en colesteroles ni triglicéridos institucionales.