Codicia, avaricia y corrupción

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



En la América precolombina, el oro, la plata y las piedras preciosas no eran considerados dinero, sino elementos rituales, decorativos, sin valor monetario. La invasión española a estas tierras trajo algo desconocido: la codicia.
Demasiados metales y piedras preciosas había, y hay aún, por estos lares. La búsqueda de El Dorado trajo consigo numerosas masacres, destrucción y desolación a las poblaciones indígenas La cruenta gesta de Francisco Pizarro en el Perú significó la captura del emperador Atahualpa y su libertad a cambio de un cuarto lleno de oro en una ocasión (84 toneladas), y plata dos veces (164 toneladas).

A pesar del pago del rescate, el emperador inca fue ejecutado. Fueron tantas las riquezas sacadas de América hacia España que corsarios ingleses y piratas, ávidos de ellas, atacaban las ciudades americanas y a los galeones españoles para robar los valiosos minerales; un ladrón robando al otro. Hoy está establecido un conocido litigio por el galeón San José, hundido muy cerca de Cartagena. Los 600 muertos y el aspecto histórico importan poco; hay en juego 11 millones de monedas de oro de 27 gramos cada una, con un valor actual aproximado de 10.000 millones de dólares.

La Biblia trae varias alusiones a la codicia. Desde los primeros tiempos, el cristianismo lo califica como pecado capital. “Quien ama las riquezas nunca tiene suficiente”, se lee en el Eclesiastés. Timoteo dice: “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos.” Los evangelistas Lucas, Marcos y Mateo advierten de los peligros de la codicia.

Cipriano de Cartago se refería a la avaricia como philarguria: “amor hacia el oro”. Para Santo Tomás de Aquino, capital (de caput, capitis, “cabeza”, en latín), más que magnitud, significa el origen de otros pecados. En el “Purgatorio” de La Divina Comedia, Dante Alighieri se refiere a los castigos por la avaricia; esta conduce a la deslealtad, la traición, el soborno, la violencia, los engaños o la manipulación de la autoridad y los ciudadanos. ¿Suena conocido?

Es tanto el daño que la codicia ha hecho a la humanidad que grandes pensadores han opinado acerca de este dañino vicio. Para André Maurois la codicia es el origen de todos los males. Arraiga hondo y crece con raíces más perversas que la lujuria, flor de verano, escribió al respecto William Shakespeare. Epicuro, el de Samos, sentenció: “¿Quieres ser rico? Pues no te afanes en aumentar tus bienes, sino en disminuir tu codicia.” Plauto, en “La olla” se refiere a la avaricia. Moliere escribe su famosísima comedia, “El avaro”, inspirado en esa obra, y cuenta la historia de Harpagón, un miserable a quien sólo le importaba el dinero, dejando de lado a su familia y servidumbre con tal de tener todo para sí.

Casos en la vida diaria nos ilustran de codiciosos y avaros. Y nos preguntamos entonces si la codicia es más que la ambición -motor de progreso- o se trata de una enfermedad mental o espiritual. La palabra codicia viene del vocablo latino “cuspiditas”, afán excesivo de riquezas, y también deseo voraz y vehemente de algunas cosas buenas, no solo de dinero o riquezas. Al codicioso lo caracteriza un interés propio, un egoísmo nunca satisfecho.

Este vicio es como el agua salada: cuanto más se bebe más sed causa. El sinónimo avaricia se refiere al simple acúmulo de riquezas u otros bienes para uno mismo, mucho más allá de lo requerido para satisfacer las necesidades básicas y el bienestar personal sin pensar en gustos, a diferencia del codicioso, que disfruta de sus riquezas; incluso las comparte.

Según la Universidad de Gante (Bélgica), la codicia ocurre más en hombres que en mujeres; es más frecuente en el mundo financiero, en posiciones de gestión y en personas poco religiosas (no siempre; Colombia es claro ejemplo). La mayoría de imputados por corrupción son hombres, pues son quienes mayoritariamente asumen cargos de poder en la política o la administración susceptibles de corrupción.

Algunos estudios neurocientíficos sugieren que el cerebro del codicioso funciona de manera diferente, especialmente en las áreas del razonamiento y la gratificación. ¿Qué pensarán del ciudadano del común nuestros avarientos y codiciosos connacionales? La denuncia y el escarnio público de la corrupción son remedios eficaces. Y la solución definitiva, la educación. Lo hemos dicho numerosas veces.