Los niños, las niñas…

Columnas de Opinión
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Dádivas divinas. Angelitos sin alas que en el jardín patrio son víctimas de violaciones y asesinatos atroces. 

 Por: Joaquín Ceballos Angarita
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 La historia de la humanidad cuenta y reprocha  la muerte de niños menores de dos años ordenada por el rey Herodes. Y, qué tristeza, que al fardo de esa pena moral inextinguible  tengamos que agregarle el dolor inmenso de saber que en Colombia, durante los años  2017 y 2018 se perpetraron 32.000 acciones criminales contra esos seres adorables; peor aún, que  en los albores del 2019 se cuentan  nuevos homicidios. 

Frente a la macabra evidencia estadística, es deber  insoslayable reflexionar  acerca de la crisis que asola a la sociedad en que vivimos. Se impone apartar la frivolidad que, con sus manifestaciones sibilinas  socavan los pilares morales de la familia y carcomen la estructura social. No nos quedemos en las  fugaces explosiones emocionales subsiguientes a cada horrendo suceso.  Practiquemos criminología psicológica.

Indaguemos por la etiología del desolador fenómeno. Cuestionemos ¿por qué emergen del seno social adultos capaces de delinquir de tan abominable manera? Inquiramos ¿en qué hogares vinieron al mundo y  en qué ambiente fueron criados? Averiguemos ¿en qué establecimientos recibieron instrucción escolar y si los ilustraron en textos que hablan de Dios, predican el amor, la compasión y las virtudes cardinales, o en cartillas que incitan al odio y promueven  tendencias disolutas? ¿De dónde salen tantos  agentes de   ominosas pasiones? ¿Somos conscientes de que, so pretexto de liberarnos de prejuicios hemos cedido espacio al vicio y a prácticas degradantes y corruptas, y que, por  los devaneos eufemísticos estamos insertos en una modernidad laxa que a fuer de permitirlo todo se desnaturaliza y  vuelve amorfa? ¿Nos percatamos del grado de decadencia en que está postrado ese paradigma otrora insigne denominado “buenas costumbres”,  súbitamente sustituido por la procacidad y la concupiscencia  rampantes? A base de sofismas reivindicadores de derechos  se han construido engendros  que envenenan a sus presuntos beneficiarios.

¿Es de sensatos proclamar el consumo de dosis mínima de marihuana para apalancar sobre esa adicción el “libre desarrollo de la personalidad”? ¿En qué cerebro sano cabe la idea de que el vicio es móvil  para el ejercicio del libre albedrio o de la autonomía de la voluntad? Falacia, alucinación del íncubo que concibió tamaño despropósito y que, infortunadamente, halló súcubos  para plasmar el infundio en sentencia constitucional. Ese descomunal dislate es  utilizado por los jíbaros para atentar contra la niñez y la adolescencia en Colombia, convirtiéndolas en destinatarias predilectas del alucinógeno que abunda en las “ollas” del micro tráfico diseminadas por el territorio nacional. Este es  un ejemplo palmario  de las gabelas que la sociedad   ha dado a sus depredadores. El vicio daña.

Envilece. No desarrolla nada. Reduce a los seres humanos a “tiras de piel, cadáveres de cosas”, en figura gráfica del bardo ilustre. Ese es el fatídico espectro que percibimos  cotidianamente en las calles de las ciudades. Es lo que tortura a progenitores al ver a sus hijos sumidos en la adicción. La tolerancia de prácticas  nocivas estimula la proliferación de conductas depravadas.  Las características de sevicia, alevosía y despiadada brutalidad incorporadas en la materialización de los punibles revelan que sus autores son individuos afectados de sicopatías o que en el momento de actuar se encuentran en estado de perturbación psicológica causada por el consumo de substancias sicotrópicas, pues no se concibe que una persona  mentalmente sana incurra en aberraciones de tan crudelísimo linaje.

Las cifras estadísticas conmueven. ¿Estamos en una sociedad enferma, sin alma, sin corazón, que maltrata, violenta y mata a los niños, niñas y adolescentes, y que  se ha condenado a desaparecer? Porque esas personitas pasibles del holocausto serían los promisorios relevos generacionales. ¿Qué hacer ante el vórtice trágico?    Enfrentar responsablemente el dilema: enfatizar en la formación integral desde la infancia, que permita modelar hombres y mujeres virtuosos y honorables, sanear el cuerpo social, erradicar la maldad, rescatar los valores y los principios exaltados por el sentimiento cristiano que enaltece a la criatura humana, o continuar impertérritos,  como testigos  vergonzantes, llorando, sin consuelo, ante el suplicio y la inmolación genocida. Rechacemos esta ignominiosa resignación, para que el juicio inexorable de la historia no nos endilgue complicidad  oprobiosa.